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En el absoluto silencio de la inmensa sala, la voz de Moisés resonaba extrañamente segura en medio del esplendor sacralizado de las audiencias con el faraón: “El Dios de los hebreos ha salido a nuestro encuentro. Permite, pues, que vayamos camino de tres días por el desierto, para ofrecerle sacrificios”. El relato del éxodo repite una y otra vez la misma petición: deja salir a mi pueblo para que me dé culto en el desierto.

“Moisés ante el Faraón”, miniatura del siglo VI D.C., Biblia Siríaca de París

Fotógrafo:

“Moisés ante el Faraón”, miniatura del siglo VI D.C., Biblia Siríaca de París

La vieja fiesta de pastores nómadas debía tener como marco la soledad del desierto florecido; se celebraba allí la nueva vida, al equinoccio que da comienzo a la primavera; el tiempo cuando las ovejas parían y las frescas hierbas esmaltaban los campos infinitos; algo que, para aquellas tribus, era el signo de que el Dios de los Padres celebraba así el aniversario de la creación y el comienzo de  toda la historia; un acontecimiento fundamental que había que agradecer con la renovación comunitaria de una alianza de amor. Un animal hermoso, fuerte y tierno, el mejor, debía ser ofrecido en sacrificio. Su sangre, sumamente sagrada, especialmente por ser de un animal consagrado al Señor, no podía consumirse, sino ser derramada en la arena y emplearse para pintar los postes que sostenían las tiendas: así ahuyentarían a los espíritus inmundos, que causaban las enfermedades.

En esa extraordinaria noche, los hombres, sentados en coro en torno al fuego, recordaban las grandes acciones que la presencia del Dios caminante había realizado en el interior del diario vivir de la tribu; una narración cargada de emoción y solemnidad, encomendada a los ancianos, la única reserva de memoria de la comunidad.

La cena en el desierto marcaba el inicio del nuevo año, de un nuevo ciclo; esa noche después de cenar marcharían con sus rebaños, a la luz de la luna nueva, en ruta hacia los nuevos campamentos rodeados de buen pasto y abundante agua, el buen pasto y la abundancia de agua que los exploradores ya habían localizado. El cordero se comía simplemente asado al fuego, porque todos los utensilios ya habían sido guardados; el compartir juntos aquella comida sagrada era la participación en un sacrificio de comunión; porque compartir un animal ofrecido y sacrificado al Señor y Creador, hacía entrar íntimamente en un contacto único; en una extraordinaria bendición de cercanía.

El padre de la tribu debía asegurar que todos pudieran participar del sacrificio; a él tocaba partir en trozos la carne del cordero, trozos cuyo tamaño no podía ser menor que el de una aceituna. Miles y miles de años después, en la liturgia de la Eucaristía, cuando el que preside fracciona el pan, la asamblea canta “Cordero de Dios”, evocando la fracción del cordero pascual.

La mesa de esta alegre cena estaba acompañada por las hierbas o vegetales tiernos que se podían encontrar en el entorno y en la estación; con todo listo para la partida, ceñidos con el vestido de faena y el calzado a punto para el largo camino, las telas, los postes de las tiendas, los utensilios de cocina, con todo el ajuar familiar atado, partían hasta el nuevo campamento caminado bajo la brillante luz de la luna llena sobre el desierto.

El relato del capítulo 12 del libro del Éxodo añade a las antiguas tradiciones de los pastores nómadas, los ritos con que los pueblos agricultores celebraban el año nuevo; para ellos el signo escogido era la fiesta de los Ázimos, el comenzar el año con nuevos granos, semillas y sobre todo, pan, dorado sobre la piedra sin restos de viejas levaduras. Estas dos tradiciones fueron unidas en una sola durante la reforma del rey Josías.

Todo el devenir histórico de Israel dejó huella en los esquemas usados para celebrar la Pascua anual. Como toda comida festiva en Israel, era fundamentalmente un acto sagrado; cada cena es siempre sagrada; la cena que inaugura el sábado es sumamente sagrada; sólo superada cuando la fecha de la Pascua cae ese año en día sábado. Poco a poco se estableció una estructura, el Seder, que ha permanecido casi inalterable a lo largo de los siglos.

Cuando Ciro, gran rey de los persas, permite a los hebreos el regreso a la Tierra Prometida, sólo regresan los judeos, con el empeño de reconstruir la vida en tono al Templo de Jerusalén. En ese momento después del cautiverio y del exilio, de todo el antiguo territorio que ocupara el reino de David, sólo han quedado las ruinas de la Ciudad Santa y sus alrededores.

La Pascua, la celebración de la gran liberación de la esclavitud de Egipto, y el nacimiento del pueblo de la alianza divina, pasa a convertirse, del rito de una comida familiar en la casa donde se vive habitualmente, en la gran peregrinación anual de todos los hebreos a Jerusalén, en cuyo templo sólo el sumo sacerdote podía sacrificar el cordero pascual.  

Comments from readers

Andrew Meszaros - 10/31/2019 09:17 AM
“... the solitude of the flowered desert ... fresh herbs decorated endless fields ... a story full of emotion and solemnity, entrusted to the elderly ... The dinner in the desert ...” “This is cute but it is a rash distortion of the biblical account: in fact, none of the elderly entered the promised land, because: “In the desert the whole community grumbled against Moses and Aaron. The Israelites said to them, “If only we had died by the Lord’s hand in Egypt. There we sat around pots of meat and ate all the food we wanted, but you have brought us out into this desert to starve this entire assembly to death.” (Exodus 16) As a result, they were told: “Your children who do not know good from evil, will enter the land I give them and possess it but you are to turn back and head for the wilderness.” (Deuteronomy 1)
MANUEL PELAEZ.MA - 10/28/2019 05:31 PM
Excelente serie de articulos en torno a nuestro Gran Tesoro: LA LITURGIA. Que sigan llegando, Rogelio. Saludos, M Peláez.MA Teologo-Catequista

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