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El siglo IV comienza con la gran oferta de paz que el emperador Constantino hace a la Iglesia. Terminan las persecuciones contra los cristianos y el imperio romano da un giro total en sus relaciones con los creyentes en el Señor Jesús. Se reconstruyen todos los lugares de culto que habían sido arrasados y comienza una nueva etapa para los creyentes, marcada por las conversiones en masa y por una notable benevolencia de la familia imperial.

Aunque se le ha señalado como el primer emperador cristiano, realmente Constantino recibió el bautismo en su lecho de muerte en el 337. Realmente, el cristianismo fue declarado oficialmente como religión del Estado en tiempos del emperador Teodosio, en el año 380. La Iglesia, poco a poco, se va sumergiendo en el mundo cultural en el que vive. El emperador asume un rol semejante al de los apóstoles, y muchas veces interviene como si fuera el jefe de la comunidad cristiana, un caudillo como Moisés o David llamado a proteger los intereses de los creyentes en Cristo. Desde esa posición convoca concilios e interviene en las disputas con los herejes.

Bajo el favor imperial de Constantino se construye la basílica de San Pedro, sobre la tumba del apóstol en la colina vaticana, aunque para ello haga desaparecer, bajo toneladas de piedra, el gran cementerio de las familias más ricas de Roma. Le entrega al papa la basílica lateranense, como sede del obispo de Roma y primera catedral de la ciudad. En la tierra del Señor hace levantar la basílica de la anástasis, el Santo Sepulcro. Para construir esta gran basílica deberá demoler el monte del Calvario, para dejar solamente el cubículo que encierra la cueva del sepulcro y el lugar donde estaba fijada la cruz de Cristo. Hace levantar otra gran basílica sobre el sitio de la Natividad, el único tempo que ha permanecido en pie después de la gran destrucción musulmana. El emperador envía a su madre, la ya cristiana emperatriz Helena, a rescatar las reliquias de la Pasión que se puedan encontrar en la tierra de Jesús.

El cambio ha sido tan grande que algunos cristianos llegaron a pensar que el fin del mundo era inminente. La liturgia se transforma y se adapta para expresar la nueva situación de la Iglesia. Había que celebrar el triunfo de la fe de manera pública y solemne.

La celebración de la Eucaristía dominical comienza con la asamblea congregada ante la plaza que da acceso al gran templo. Se inicia la procesión con siete acólitos ceroferarios que llevan en alto siete grandes cirios encendidos, signo del honor que posee el obispo que preside la liturgia. Acompañan esta gran entrada el resto del clero, presbíteros y diáconos; también las viudas y las vírgenes consagradas, para las que hay un sitio de honor en el santuario.

La basílica, que originalmente era una construcción para albergar actos públicos, posee una forma arquitectónica que sirve perfectamente para las celebraciones litúrgicas. En el ábside, donde estaba la silla del juez, se ha colocado la sede del obispo. Una gran mesa de madera expresa la centralidad del sacrificio-banquete de la nueva alianza; las paredes se cubren de tapices y mosaicos, por todas partes cuelgan lámparas votivas y ricos exvotos.

La asamblea, que ha entrado al recinto sagrado después del obispo y el clero, permanecerá de pie durante toda la celebración, y cada momento de la liturgia es enriquecido por el canto del coro, que poco a poco diversificará y enriquecerá las melodías que el pueblo seguirá con fervor y entusiasmo.

Aquella liturgia modesta, celebrada ocultamente y en peligro de muerte durante las grandes persecuciones, ha dado paso a otras formas solemnísimas que quieren expresar el triunfo de Cristo y de la Iglesia. Se celebra lo que se vive y cómo se vive. El obispo o el papa se revisten de telas nobles, especialmente escogidas para dar mayor importancia a la celebración, aunque estas poco difieren de las que usa habitualmente la asamblea.

Las leyes que van apareciendo durante el siglo IV van eliminando progresivamente el mundo pagano. Constantino prohíbe la magia y los sacrificios paganos; cierra sus templos y en el año 356 decreta pena de muerte para los que contravengan estas leyes y sigan adorando a los ídolos.

Teodosio, en el 380 declara: “Queremos que todos los pueblos situados bajo la dulce autoridad de nuestra clemencia vivan en la fe que el santo apóstol Pedro transmitió a los romanos…”. En el 382, Arcadio y Honorio añadirán: “Culpable de haber violado la religión ese hombre (que permanece dentro de la antigua religión romana) será castigado con la confiscación de su casa o de la propiedad en donde se demuestre que fue esclavo de esta superstición pagana”.

El domingo es declarado oficialmente día feriado en todo el imperio y la liturgia va adquiriendo cada vez más esplendor; sobre los restos de los santos mártires se levantan nuevas basílicas y nacen las grandes peregrinaciones a la Tierra Santa. Comienza un intenso movimiento misionero dirigido a la evangelización de las aldeas y se multiplican las parroquias y las sedes episcopales.

Los cristianos, cuyo mayor anhelo era el alcanzar la palma del martirio, comienzan a buscar nuevas maneras heroicas de vivir la fe y se retiran a la soledad del monte o del desierto para llevar una vida pobre, austera y llena de sacrificios. Monjes, ermitaños, anacoretas y cenobitas viven el ideal cristiano practicando la misericordia, atendiendo a los pobres y a los desamparados y profundizando en la Palabra de Dios, meditando diariamente sobre la Escritura.

 

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