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En el mundo mediterráneo del siglo I, el matrimonio era ante todo la fusión del honor de dos familias. Consistía en el desmembramiento de la futura esposa del seno familiar mediante un rito que incluía regalos, o servicios ofrecidos por el padre del novio al de la novia y que incluía la respuesta de éste.

Los varones responsables redactaban un contrato matrimonial y eventualmente el padre de la novia la entregaba al novio que la conducía a su propia casa (la casa de su padre).

Con la consumación del acto sexual y la verificación de la virginidad de la novia, quedaba completado el proceso.

La familia de la novia busca un novio que sea buen proveedor, un buen padre y un ciudadano respetable.

En el mediterráneo del siglo I solo existe la línea de descendencia masculina (el padre y su linaje).

La unidad más rígida de lealtad compartida estaba en el grupo de hermanos y hermanas, cuyos conyugues entran como extraños al grupo y lo siguen siendo de algún modo.

Por eso se pretendía que los matrimonios fueran preferiblemente entre primos por parte de la madre o del padre; aunque eran preferidos los lazos que venían por parte del padre.

Una vez que el marido ha pagado el precio de la esposa, ésta pasa a ser propiedad suya; él es su poseedor (“ba’al”) y ella la que pertenece a un señor (“be’ülat ba’al”).

Sin embargo, el marido no puede disponer de la mujer como si de un objeto comprado cualquiera se tratara. El precio de una esposa era más bien comparable a una compensación por daños ocasionados a otra persona o a sus bienes.

Los bienes de la familia, sobre todos los bienes raíces, debían de permanecer dentro del linaje o en la tribu. Las hijas herederas no podían casarse nunca fuera de la propia tribu (Num 36, 5-12)

La familia incluía al padre, a la madre y al primogénito (heredero de todo) y a su familia, los otros hijos solteros y también los hijos casados junto con sus respectivas familias.

La familia era una unidad social efectiva de residencia, consumo y producción donde cada familia conyugal era autónoma, aunque los padres interferían con facilidad en las familias de sus hijos.

En el hogar convivían también los esclavos, los sirvientes o los trabajadores a sueldo.

En la casa donde residía Simón Pedro vivían también su suegra y su hermano Andrés, seguramente con toda su familia (Mc 1, 29-31; Mt 8, 14-17; Lc 4, 38-41; 1 Cor 9,5). Los hijos adultos permanecían normalmente en la casa paterna o muy cerca de ella, mientras que las hijas que se casaban lo abandonaban.

Como edad núbil se consideraba en el judaísmo tardío la de 12 años para la muchacha y la de 13 años para el varón. Aunque siempre se consejaba el matrimonio temprano, por regla general se contraía matrimonio alrededor de los 18 años.

El primogénito normalmente heredaba la casa paterna y los otros hermanos casados se establecían lo más cerca posible; además se esperaba que los hijos varones continuaran con la ocupación del padre.

El mundo de las mujeres y el de los hombres estaba totalmente separado. La familia era especialmente el espacio de las mujeres que se responsabilizaban de la crianza, el vestido, la distribución de alimentos y de todo lo necesario para sacar adelante al grupo familiar.

Una mujer era permanentemente menor de edad; sin embargo, algo cambiaba cuando ella se casaba y pasaba a vivir en la casa del esposo, donde no quedaba incorporada a esa familia hasta que no daba a luz un hijo varón.

Las virtudes propias de la mujer eran la castidad (absoluta), el silencio y la obediencia, y ellas se apoyaban en las otras mujeres de la familia, donde establecían lazos más estrechos aún que los que existían entre esposo y esposa. De ella se esperaba siempre sumisión a la autoridad, interés por evitar todo lo que causara vergüenza a la familia, actitud de deferencia, pasividad, timidez, moderación, y dependiendo de distintas situaciones vitales, una mujer sólo veía a los varones de su familia durante las comidas y a su esposo en la cama.

Como poquísimas sabían leer y escribir, no ha llegado a nosotros una literatura femenina de aquella época.

Sin embargo, los hombres estaban sometidos en gran medida a la autoridad materna durante toda su vida, por eso la relación más profunda e importante que se podía dar entre sexos opuestos era entre la madre y el hijo. Cualquier desobediencia que un hombre tuviese con su madre, aunque fuera ya adulto, era vista como una gran falta de honor ante la opinión pública.

La relación entre la casa y el mundo exterior corría cargo de los varones adultos, ya que las mujeres no podían tener vida pública alguna. Sólo a las viudas sin hijos se les permitía asumir algunos roles masculinos orientados a la supervivencia de la familia.

Jesús, siendo célibe, habló muy positivamente sobre el matrimonio (Mt 19, 3-12) No predica la abstención del matrimonio, sino que asiste y bendice con su presencia la boda de unos parientes de su madre y multiplica el vino para que los convidados, como él y sus discípulos, puedan seguir de fiesta con los novios. Afirma la unidad e indisolubilidad originaria del matrimonio. Cristo perfecciona la moral matrimonial (pues no sólo se condena el trato con la mujer ajena, sino el mismo deseo o intento desonesto de hacerlo)

La unidad de los cónyuges tiene su fundamento en el corazón; San Pablo, apoyándose en la autoridad de Jesús, condena el principio del divorcio; ni siquiera un matrimonio con un infiel puede ser disuelto, a menos que la iniciativa parta del infiel mismo.

Comments from readers

james - 02/27/2018 06:28 PM
great article, thank so much !

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