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El siglo II comienza iluminado por el gran obispo mártir San Ignacio de Antioquía (en turco, Antakya), que en su Carta a los Efesios, a comienzos de siglo II, exhorta a los bautizados a participar con entusiasmo en la divina Eucaristía para dar gloria a Dios junto al obispo, reunidos en torno a un único altar y a un único Cristo Jesús.

En el año 165, San Justino, un laico que fue martirizado en Roma, describe la forma en que entonces se celebraba la Eucaristía: “El día que se llama del sol [el domingo] se celebra una reunión de todos los que moran en las ciudades o en los campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los recuerdos de los apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector termina, el presidente, de palabra, hace una exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejemplos. Seguidamente nos levantamos todos a una y elevamos todas nuestras preces. Luego... se presenta pan y vino y agua. Y el presidente, según sus fuerzas, eleva igualmente preces y acciones de gracias. Y todo el pueblo aclama diciendo: Amén. Ahora viene la distribución y participación que se hace a cada uno de los alimentos “eucaristizados”, y su envío a los ausentes por medio de los diáconos.”

La expresión “según sus fuerzas” que emplea Justino, se refería a la práctica habitual de que el que presidía la Eucaristía, improvisaba y creaba su propio texto, fiel siempre al esquema usado por Jesús en el Cenáculo.

Ya a principio del siglo III las comunidades preferirán construir sus propias casas de oración, y abandonarán la costumbre de reunirse en la casa de alguno de los hermanos. La Eucaristía dominical estará imbuida de una real y gran preocupación por los pobres. La “Didascalia de los Apóstoles” le recuerda al obispo que: “Si acude a la asamblea un hombre o una mujer pobres, sobre todo si son de edad avanzada, hazles sitio de todo corazón, obispo, aunque tú mismo tengas que sentarte en el suelo”. Es un tiempo de gran intensidad en la Fe y muchos cristianos no dudaron en anteponer su fidelidad a Cristo a cualquier otra consideración posible. Asistir a la Eucaristía dominical conllevaba siempre la posibilidad de encarar la muerte, y la celebración de la Cena de Cristo se celebraba muchas veces en un entorno de despedida y de martirio.

En el siglo III, en el cementerio de Calixto, el papa Sixto II, el clero y un buen número de fieles que se habían reunido para celebrar la Eucaristía, fueron decapitados inmediatamente, acusados de reunión prohibida. Reservaron al diácono Lorenzo para someterlo públicamente a crueles torturas y quemarlo vivo sobre una parrilla de hierro. Las actas de martirio, escritas para recordar el heroísmo y la fidelidad de los cristianos, reproducen continuamente el diálogo entre jueces y creyentes: “¿Qué hacían reunidos el día del sol?” (entonces un día normal de trabajo). La respuesta era siempre la misma: “No podemos vivir sin celebrar la Cena del Señor”.

El honor y la importancia de una comunidad se valoraban según el número de mártires que acumulaban en sus actas. Ante el poder romano, que pretendía borrar de la tierra todo lo relativo a la Fe cristiana, la comunidad preservó la memoria viva de aquellos que habían entregado sus vidas por amor a Cristo y su Evangelio. Para ello se adaptaron los ritos funerarios romanos y se les dio un nuevo sentido. Los cristianos comenzaron a reunirse sobre la tumba del mártir, no en el aniversario de su nacimiento, sino en el de su martirio, su verdadero “dies natalis”, no para leer sus escritos o recordar sus hazañas, sino para leer los Evangelios; no para tener una comida funeraria familiar, sino para celebrar la Cena del Señor. Así, la celebración del aniversario del martirio de un miembro de la comunidad, hizo que la celebración de la Eucaristía, poco a poco y con normalidad, se realizara también en días diferentes al domingo.

La leyenda de que los cristianos se reunían dentro de las catacumbas para celebrar el culto litúrgico en honor a los mártires corresponde más bien a la imaginación de algunos novelistas, que siglos después, al relatar estos terribles momentos de la Iglesia, colocaron estas reuniones litúrgicas dentro de estos cementerios cristianos subterráneos. Las catacumbas estaban formadas por largas y oscuras galerías excavadas en la toba volcánica, una piedra caliza muy ligera, que al ponerse en contacto con el aire se endurece. Era trabajo de esclavos, los “fossiarii”, que excavaban la piedra y que para entrar en las galerías debían recubrirse el rostro con telas empapadas en fuertes y olorosas resinas. Durante los años que duró la cruel persecución de los cristianos, era prácticamente imposible acceder a las catacumbas, donde habitualmente habría cientos de cadáveres descomponiéndose. Una vez terminadas las persecuciones, las catacumbas se convirtieron en sitio de peregrinación; se ampliaron espacios para hacer capillas y muchos quisieron ser enterrados en tan sagrados lugares, junto a aquellos que habían ofrecido el sacrificio de la vida por fidelidad a Cristo, el mártir por excelencia.

Comments from readers

Pat Solenski - 01/27/2020 05:50 PM
Thank you again for these articles. They are rich in content and are written in a style that is easily understood from a historical point. The Eucharistic Presence of Christ and the beauty of the Mass must be taught, remembered and shared over and over again.

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