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En la noche de los tiempos, siglos antes de Abraham y de Moisés, tribus nómadas dedicadas al pastoreo cruzaban la antigua Mesopotamia en una larga trashumancia desde el valle del Eúfrates, las llanuras del Jordán y la ancha fertilidad del Nilo. Pueblos sin tierra propia obligados a pactar, a la alianza con los monarcas de turno que dominaban las tierras donde debían pastar sus ovejas y cabras.

Aquellas tribus de raza semita, aunque pastores, eran excelentes guerreros, y una buena ayuda oportuna para los pequeños reinos y satrapías que preferían poder contar con su protección y no con sufrir su belicosidad. Intercambios y ayudas facilitaban la convivencia con pueblos agricultores, atados y anclados a sus campos de cultivo.

Para estas tribus, el contacto con la divinidad era a través del Dios Padre de la tribu; el Dios del padre, y luego, el Dios de nuestros padres. Un Dios que no tiene un santuario determinado, porque su presencia radica al interior de la tribu. Es una sociedad itinerante que poco a poco irá haciendo grandes y trascendentales descubrimientos sobre la naturaleza y el comportamiento de ese Dios que camina con ellos.

Dios es el creador de todo, el gran autor de la naturaleza y de toda la vida sobre la faz de la tierra, que habla a través de la historia y de la creación. Por eso, para ellos recoger los hechos acaecidos, guardarlo en la memoria de los ancianos y releerlos buscando su significado, les irá permitiendo entender la lógica del actuar de Dios. El grandioso escenario en que nacen, crecen y mueren los llevará a entender que todo lo que perciben forma parte de un lenguaje divino, una especie de comunicación que hay que leer constantemente.

Pasan su caminar en una zona geográfica donde se puede apreciar claramente el cambio de las estaciones. Entienden que la primavera es signo que marca el comienzo de la vida; cada año en esa temporada recuerdan el aniversario de la creación, donde la vida exulta, el desierto reverdece, las ovejas se multiplican. Es el momento oportuno para realizar una alianza anual con el Dios de los padres cuya presencia los acompaña siempre.

La primera luna llena de la primavera, reunidos ante el fuego, los ancianos contarán a los jóvenes la historia teológica de su pueblo, las maravillas que Dios ha hecho con la tribu, cuyo jefe, como signo de la alianza con el Señor, sacrificará esa noche santa un animal tierno y joven, que todos deben comer como expresión de comunión y lazo con aquel en cuyo nombre se sacrifica el cordero.

Como la sangre es necesaria para la vida y su fuente más inmediata, un don de Dios sagrado y ahora bendito por el sacrificio, no podrá comerse, sino que servirá, como un eficaz exorcismo, para alejar la presencia de espíritus inmundos; y por eso pintarán con ella los postes que sostienen las tiendas donde viven. Esa noche, después de destruir todos los restos del banquete, para evitar toda posible profanación, caminarán bajo la luz de la luna llena hacia el nuevo campamento que los exploradores ya han localizado, cerca del agua y de buenos pastos.

Este viejo rito de pastores nómadas acompañará todo el devenir y el acontecer de las tribus semitas a lo largo de los siglos. Tenemos una referencia en el libro del Éxodo, cuando Moisés pide al faraón que deje a su pueblo marchar al desierto “a tres días de camino” para ofrecer un sacrificio al Señor. Algo que no podían realizar públicamente, entre otras cosas porque el cordero era uno de los animales sagrados del panteón egipcio, y un sacrificio masivo de esa índole hubiera atraído la ira de los sacerdotes y las autoridades. También porque la tradición del antiquísimo rito suponía el marco del desierto.

El relato de la Pascua revive el momento fundador de Israel, cuando el sacrificio del cordero se convertirá en la Cena Pascual, el tremendo signo de la misericordia del Señor que ha bendecido a su futuro, representado en los primogénitos. Esa noche saldrán bajo la luz del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob en busca de la libertad, rotas las cadenas de la esclavitud y la opresión; una noche asociada a un rito cuya repetición, año tras año, será el memorial de la gran alianza, el inicio de una nueva historia; la cena que dará cohesión y sentido a una nación en ciernes que un día, finalmente y después de muchas peripecias, llegará al fin a la tierra prometida.

Comments from readers

Andrew Meszaros - 10/01/2019 05:39 PM
I am not sure where this narrative is going, but it is an article of Faith that: “according to the passages of Holy Scripture and according to the explanations of the ancient Fathers, with God's help we must believe and preach the following: The free will of man was made so weak and unsteady through the sin of the first man that, after the Fall, no one could love God as was required, or believe in God, or perform good works for God unless the grace of divine mercy anticipated him. Therefore, we believe that the renowned faith which was given to the just Abel, to Noe, to Abraham, to Isaac and Jacob, and to that vast number of the saints of old, was given through the grace of God and not through natural goodness.” (2nd Council of Orange, no. 22). All of Sacred Scripture, from the beginning to the end, describes God’s redemptive work and none of it has to do with any kind of a natural progression or some harmonious discovery by nomadic tribes. In fact, Sacred Scripture is replete with examples where man tries to frustrate and contradict God’s work. I think of the 10 Plagues of Egypt as an example.
Pat Solenski - 10/01/2019 12:06 PM
Thank you. Our histories, our stories are precious and need to be told and retold so that the young and old among us are renewed and strengthen in God's loving Presence in our midst. This narrative was presented in a beautiful and gentle way and yet so mighty powerful in message and meaning.

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