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Como he escrito anteriormente durante este último año algunos funcionarios públicos y organizaciones privadas se han unido a algunos medios de comunicación para hacer afirmaciones falsas o engañosas sobre el trabajo de la Iglesia con los migrantes y refugiados. Inicialmente, las acusaciones fueron contra Caridades Católicas, especialmente contra las organizaciones locales que trabajan con migrantes en la frontera con México.

Actualmente, como vemos con la afluencia de solicitantes de asilo en la frontera, los responsables políticos han puesto en la mira a organizaciones de Caridades Católicas de otros estados enviando a solicitantes de asilo directamente a sus puertas, como ha ocurrido recientemente en Nueva York y Sacramento. Incluso se ha implicado a la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos y a obispos a título individual por influir de algún modo en la migración irregular de personas a Estados Unidos.

Estas afirmaciones se han utilizado para desviar la atención del verdadero problema al que se enfrenta la nación: la falta de vías legales para la migración en virtud de nuestras leyes actuales de inmigración.

Un análisis de la enseñanza del ministerio social de la Iglesia ayudará a disipar las dudas que han sido colocadas en el foro público por algunos funcionarios públicos desinformados. En primer lugar, permítanme ser claro: la Iglesia no aboga por las fronteras abiertas. De hecho, la doctrina es clara al afirmar que una nación soberana tiene derecho a admitir a quienes desee, pero debe basarse en el bien común, no sólo de la nación receptora, sino también de los migrantes. De hecho, la Iglesia prefiere que una persona no ejerza su derecho a emigrar si las condiciones en su país de origen son adecuadas para llevar una vida digna. La Iglesia nunca fomenta la migración ilegal o indocumentada, sino que aboga por vías legales para la migración. También los emigrantes elegirían medios legales, si estuvieran disponibles.

Cuando era un joven sacerdote, una de mis obligaciones era la supervisión de un refugio local. Recuerdo que una mujer indocumentada en el albergue me preguntó: "¿Es pecado ser indocumentada?". "No", le respondí, "no es tu pecado".

Los migrantes tienen conciencias bien formadas y toman decisiones de acuerdo con lo que saben y creen, a menudo en situaciones desesperadas. La verdad tácita de la migración indocumentada hoy en día es que, debido a una política pública inadecuada, los inmigrantes indocumentados trabajan — sin derechos legales y con salarios muy bajos — en beneficio de nuestra propia nación.

La preocupación de la Iglesia por los inmigrantes ha sido una tradición y una enseñanza de larga data que se hizo muy evidente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se institucionalizó en la organización del Vaticano y las diócesis. Se crearon nuevas organizaciones católicas para ocuparse del reasentamiento de refugiados. Más recientemente, una carta pastoral conjunta de los obispos estadounidenses y mexicanos de hace 20 años afirmaba: "Los prestadores de servicios sociales y religiosos, intentan responder al migrante que toca a su puerta sin violar los principios de la ley". Estas organizaciones no fomentan la migración indocumentada, sino que tratan con las personas que llegan a sus umbrales.

En muchos lugares, las organizaciones eclesiásticas cooperan con las administraciones locales, estatales y federales para atender las necesidades tanto de los inmigrantes documentados como de los indocumentados. Algunos funcionarios públicos han utilizado este hecho para afirmar falsamente que nuestras organizaciones eclesiásticas se benefician económicamente de la ayuda prestada. En mis más de 50 años de prestación de servicios con ayuda gubernamental, puedo atestiguar que, como organizaciones sin ánimo de lucro, nunca tuvieron beneficios, sino siempre déficit al realizar estas obras de caridad para los migrantes.

Otra acusación casi increíble es que la Iglesia apoya de alguna manera el tráfico y la trata de seres humanos al aceptar la responsabilidad de asistir a estos migrantes una vez que han llegado. Nada más lejos de la realidad. Incluso se ha insinuado sobre nuestros programas para niños no acompañados separados de sus padres. El hecho es que el gobierno ya ha separado a los padres de sus hijos y nosotros nos hemos convertido en los cuidadores.

Si alguna vez hubo un caso de chivo expiatorio de los buenos samaritanos de este mundo, este esfuerzo actual por pintar a la Iglesia como promotora de la migración indocumentada se lleva el premio. Y esto no es correcto.

En realidad, el trabajo de la Iglesia ayudando a los inmigrantes es para compensar los fallos del gobierno, que se niega a promulgar leyes de inmigración justas. La mujer indocumentada que conocí en el albergue no debería tener que preocuparse por si ser indocumentada es un pecado. Debería tener la oportunidad de emigrar de forma legal y segura y de que se respetara la dignidad humana que Dios le ha dado.

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