By Communications Department - Archdiocese of Miami
Homilia del Arzobispo Thomas Wenski en la Misa de la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo en la parroquia Mother of Christ, Miami, el 21 de junio, 2025.
“Este es mi cuerpo”; “Esta es mi sangre”. Estas palabras de Jesús son hoy una invitación para nosotros a renovar nuestro asombro ante este gran “misterio de fe”, de modo que siempre nos maravillemos ante la divina humildad de nuestro Dios, su disposición a rebajarse para acercarse a nosotros y elevarnos hacia Él.
En la Eucaristía, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo. En la Eucaristía, el Santo Dios se acerca a nosotros; la Sagrada Comunión nos lleva hacia una intimidad familiar con nuestro Salvador, quien, al entregársenos, nos hace partícipes -según palabras de la segunda lectura- “de la herencia eterna prometida”.
Como enseñó el Segundo Concilio Vaticano: “El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos, con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial”. (GS #38.2)
Aprendamos que la Eucaristía no es un premio para los buenos, sino la fuerza para los débiles, para los pecadores, el perdón. Es el estímulo que nos ayuda a caminar con el Señor por esta tierra como sus discípulos hacia la patria celestial. Así, en cada Misa, antes de acercarnos a comulgar, repetimos las palabras del centurión: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi morada, más una palabra tuya bastará para sanarme”.
“La Eucaristía es el alimento indispensable que nos sostiene mientras atravesamos el desierto de este mundo, seco por los sistemas ideológicos y económicos que no promueven la vida, sino que la reprimen... un mundo en el que domina la lógica del poder y de la posesión, en lugar de la lógica del servicio y del amor; un mundo en el que la cultura de la violencia y de la muerte triunfa con frecuencia.” (Benedicto XVI)
Venimos buscando un remedio divino, una medicina espiritual. Somos alimentados con este pan para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor, porque solo el amor nos llevará a reconocer el rostro de Cristo en los rostros de nuestros hermanos y hermanas. Así, la comunión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo nos compromete a la búsqueda de justicia y nos hace solidarios con los pobres.
En cada Misa, el cielo besa a la tierra. O sea, Dios quiere estar cerca de nosotros, estar íntimamente unido a nosotros y que nosotros estemos unidos con Él. Él así lo quiere porque nos ama; pero el amor es un negocio arriesgado. Arriesga rechazo; arriesga traición; el amor arriesga no ser valorado. Gracias a Dios, el amor de Dios no calcula el porqué hemos sido tan pobre inversión: ¿Quién de nosotros puede decir que no ha rechazado el amor de Dios en algún momento? ¿Quién de nosotros puede decir que no lo ha traicionado o que siempre ha sabido valorarlo?
Existe el proverbio: “Lo que se tiene, no se aprecia”. Y debemos preguntarnos si hemos permitido que una cierta familiaridad informal en nuestra manera de participar en la Misa y de acercarnos a la Sagrada Comunión nos lleve a no saber valorar este maravilloso regalo.
Siempre existe el peligro de estar tan acostumbrados a esa Presencia, que ya no le prestemos atención. Juan el Bautista lo reprochó a sus contemporáneos. Refiriéndose a Jesús les dijo: “Entre ustedes se encuentra alguien a quien no conocen”. ¿Y si Juan el Bautista estuviera hoy por aquí, diría lo mismo? Si supiéramos quién se encuentra entre nosotros en el Santísimo Sacramento, ¿tomaríamos tan a la ligera nuestra obligación de ir a Misa todos y cada uno de los domingos? ¿Nos acercaríamos al altar para recibir la Sagrada Comunión tan displicentemente?
El corazón del culto cristiano, la fuente y la cumbre de nuestra vida como cristianos católicos, es el Sacrificio de Jesucristo hecho presente sacramentalmente en la Eucaristía. Nuestra creencia en la Presencia Real de Cristo en el Santísimo Sacramento es lo que nos hace católicos. La Eucaristía es el sacramento de la unidad, el vínculo de caridad; es la promesa de la futura gloria. Con la Eucaristía, la gloria viene a la tierra y la mañana de Dios desciende en nuestro presente, y es como si el tiempo quedase abrazado por la eternidad divina.
El Papa emérito, Benedicto XVI, afirmó: “Adorar el Cuerpo de Cristo, que se hizo pan partido por el amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Nos postramos ante un Dios que primero se ha inclinado hacia el hombre, como buen samaritano, para socorrerlo y devolverle la vida, y se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios”.
En la Eucaristía, Cristo nos ha dejado el memorial de su sacrificio de amor infinito. La Iglesia tiene en este Sacramento de su Cuerpo y su Sangre todo lo necesario para su camino a lo largo de la historia, para extender a todos el reino de Dios.