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Los lectores de cierta antigüedad (digamos que sobre los 60) recordarán el anuncio de la margarina Imperial en el que se rechazaba la mantequilla como “el unto costoso”. Esa imagen me vino a la mente de manera bastante inesperada mientras hacía una presentación ante las asociaciones de padres de dos prestigiosas escuelas preparatorias católicas hace varios años.

No, nadie me lanzó un pedazo de pan con margarina durante mi charla. Sin embargo, la sesión de preguntas y respuestas se volvió muy controversial cuando dije que una educación de primera en artes liberales en un colegio o universidad con una fuerte identidad católica prepararía a sus hijos para cualquier cosa. Absolutamente no, insistieron los padres. El hijo tenía que entrar a Harvard, Stanford o Duke, o alguna otra versión académica del “unto” costoso, para que su vida no se arruinara.

Cuando señalé que los graduados en las supuestas universidades “de élite” con frecuencia son educados por asistentes graduados en lugar de profesores experimentados, los padres permanecieron imperturbables. Cuando les recordé que pocos o ninguno de los miembros de los departamentos de filosofía en las escuelas de élite están convencidos de que hay algo llamado “la verdad”, en lugar de “su verdad” y “mi verdad”, no se inmutaron. Citar la experiencia de mis hijas, que habían avanzado a escuelas graduadas de primer nivel y a exitosas carreras profesionales después de estudiar en universidades católicas de artes liberales pequeñas y exigentes, fue recibido con miradas ausentes. Cuando pregunté por qué estaban dispuestos a gastar sobre un cuarto de millón de dólares para enviar a sus hijos a un ambiente decadente donde la corrupción (química, intelectual, sexual, política, o todo lo anterior) era una realidad y un peligro presente, el mantra continuó: El muchacho debe asistir a una universidad de élite para tener alguna oportunidad en la vida, porque ahí es donde se comienza a “establecer contactos”.

A la mañana siguiente a una de esas presentaciones, desayuné con varios monjes que enseñaban en la escuela, quienes me agradecieron el tratar de quitarle la fiebre a los padres sobre las universidades de élite. Ellos también lo habían intentado, en vano. ¿Tenía algunas sugerencias? Sí, les dije. En el otoño próximo, denle a los padres de cada estudiante que se graduará una copia de la novela “I Am Charlotte Simmons” (“Yo Soy Charlotte Simmons”), de Tom Wolfe. Les advertí que es bastante cruda en ciertos puntos. Pero la historia de cómo una joven idealista e inteligente que ingresa a una escuela de élite se corrompe, primero intelectualmente y luego moralmente, pudiera hacer reflexionar incluso a los padres más excitables.

No sé si los monjes siguieron mi consejo. Espero que lo hayan hecho, aunque solo sea por la conmoción que les causaría la prosa de Wolfe.

Recordé este fideísmo absurdo de los padres sobre el “unto” costoso (división universitaria) cuando los fiscales federales acusaron a 33 padres pudientes por, presuntamente, haber recurrido a varias estafas (sobornos, falsos registros académicos, logros atléticos inventados) para que sus hijos entraran a Georgetown, Yale, Stanford y otras universidades que supuestamente son esenciales en el camino hacia el éxito en los Estados Unidos del siglo 21. Uno espera que los hijos estén abochornados. Los padres están en serios problemas. Y las universidades deberían estar profundamente avergonzadas, si es posible sentir vergüenza en la insensatez políticamente correcta de la educación superior estadounidense élite de hoy.

Por fortuna, los padres católicos que toman en serio la educación genuina y la verdadera formación tienen otras opciones.

Una de esas opciones, la Universidad de Dallas, acaba de tomar una decisión sobresaliente al seleccionar como su nuevo presidente al Dr. Thomas Hibbs, un pensador de primera clase que también es un católico comprometido, un administrador capaz y un líder. Tom Hibbs se une a una galería de otros presidentes católicos de colegios y universidades, como John Garvey, de la Universidad Católica de América; Michael McLean, de St. Thomas Aquinas College; Stephen Minnis, en Benedictine College; Timothy O'Donnell, en Christendom College; Monseñor James Shea, en la University of Mary; y James Towey, en Ave Maria University, quienes lideran un renacimiento en la educación superior católica. Sus universidades, y otras, buscan preparar a los estudiantes para cualquier iniciativa de post grado al darles una base sólida en las artes liberales, la fe católica, la experiencia de comunidad católica y de servicio público. Y lo consiguen.

No tengo dudas de que, con una cuidadosa investigación curricular, la búsqueda de compañeros católicos con ideas afines, y la participación en un apostolado universitario católico vibrante, los jóvenes bien preparados pueden sobrevivir, incluso prosperar, en las universidades de élite. Doy clases a algunos de ellos cada verano. Pero un diploma de esas universidades no es esencial para una vida fructífera, y los padres católicos deben resistirse a quemar incienso ante el tótem del “unto” costoso (división universitaria), especialmente a la luz de este escándalo reciente.

Comments from readers

Daniel Gorman - 04/30/2019 09:37 PM
As a former Board member of Christendom College, I've witnessed many times the joy, the success, the happy and holy life graduates of a truly Catholic college experience. A real problem is that many Catholic colleges are Catholic in name only and parents are very rarely aware of the deception.

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