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El gran descubrimiento de fe de nuestros nómadas antepasados del desierto fue el convencimiento de que el Dios de sus padres era un Dios-Palabra, empeñado en hacerse entender por ellos. Aquellas antiguas tribus semitas intuyeron en Dios tres realidades, que desde la analogía del lenguaje humano definían su esencia y su realidad: Dios es Palabra, Espíritu y Sabiduría; tres conceptos o imágenes intercambiables y complementarias de tal manera que cualquiera de ellas refiere definitivamente a Dios.

La Palabra, poderosa y creadora, está desde el comienzo de su intervención en la nada, de la que saca la infinitud en la que reposa la historia y el quehacer humano. Una Palabra presente y actuante en el tiempo y en el espacio, ya que todo acontecimiento remite a la lectura de los signos de los tiempos; la misteriosa forma en la que debemos buscar entender la lógica del proceder de Dios, actor y autor de la historia. Para Israel el contar los eventos del pasado permitía aproximarse a la comprensión del actuar divino y descubrir así la voluntad de Dios; la función de los ancianos no era sólo transmitir y contar los acontecimientos que habían experimentado, sino sobre todo reflexionar sobre su significado a la luz del tiempo presente.

Ese Dios-Palabra acogió el lenguaje humano para mantener un diálogo íntimo y familiar con los grandes personajes del devenir de Israel. Sacó de su zona de confort a Abraham y lo envió a una desconcertante aventura más allá de toda humana lógica; desde el fuego inexplicable de un misterioso arbusto que arde, pero no se consume, llamó al tartamudo Moisés con el encargo de sacar de la esclavitud a todo un pueblo, aunque para ello tuviera que enfrentarse al país mas poderoso del mundo. Grandes epopeyas épicas recogidas en la memoria de un pueblo sin escritura y transmitidas oralmente de generación en generación. Palabra a palabra, sonido vivo que fue atesorando eventos, discursos, parábolas, narraciones, poemas, cánticos, historias, reflexiones, decretos, historias y mensajes de profetas, de reyes, de héroes y de traidores.

Estas tradiciones vivas comenzaron a convertirse en textos escritos gracias a Salomón, que en el siglo X a.C. quiso igualar a los grandes reyes de su entorno que atesoraban importantes bibliotecas. Para ello, el hijo del rey David trajo del entorno a sabios escribas que dotaron al hebreo de fonemas escritos, hasta entonces inexistentes. Por cinco siglos se recogieron esas tradiciones, escritas en distintos momentos del devenir de Israel; y se atesoraron en el Templo y en el Palacio real; unos textos solamente al alcance de una pequeñísima minoría capaz de leerlos.

Para el pueblo la voz de Dios llegó siempre puntual en el grito de sus profetas, pero éstos desaparecieron como institución al final del gran cautiverio babilónico, cuando las tribus del norte, liberadas por la voluntad de Ciro el Grande, rey de lo persas, regresaron a un país en ruinas para reconstruir Jerusalén, y sus instituciones y tradiciones. Desde ese retorno ya no hubo profetismo en Israel. Entonces, el Dios que es Palabra, derramó su Espíritu sobre su pueblo, para que aprendiera a buscar su Sabiduría contenida en los miles de textos que recogían esa fundamental historia de fe. Se reorganizaron miles de fragmentos de cientos de autores distintos, herederos y cronistas de historias arcanas, de dichos y hechos que van desde la prehistoria de los patriarcas del desierto, la aventura mosaica, la conquista de la tierra, el don de la Ley, las vicisitudes monárquicas y la reflexión sobre los orígenes de la historia teológica del pueblo elegido por Dios.

Guiados por la inspiración del Dios Espíritu, grandes escribas del siglo V a. C., organizaron todos los escritos que desde el tiempo de Salomón hasta Nehemías había producido el genio del pueblo hebreo. Así, lo referente a los comienzos tomó forma en el Libro del Génesis; las historias de la salida de Egipto, al libro del Éxodo; las leyes rituales del Templo, al del Levítico; los censos de Israel al libro de los Números y la reflexión sobre la Ley al Deuteronomio. En el capítulo ocho del libro de Nehemías el autor sagrado nos permite ver la conmoción que provoca en la asamblea la primera vez que se proclama en público los textos “del libro de la Ley de Moisés, que el Señor había dado a Israel”. Lo que escucha, en un primer lugar provoca miedo, llanto y gran tristeza, porque sienten que han ignorado los mandatos de su Dios. Un sentir que rápidamente se transforma en fiesta porque “la alegría del Señor es nuestro amparo” y porque finalmente entendieron “todo lo que les habían dicho”.

Lo que en un principio había sido experiencia compartida, se convirtió en reflexión de fe, en tradición oral, en escritura y finalmente en Sagrada Escritura anclada en el Pentateuco. Unos textos milenarios y sagrados que deben leerse desde la fe y el convencimiento profundo de que Dios habla y lo hace con un propósito para la vida de cada uno y de toda la Iglesia. Por eso un lector no es alguien que lee un texto importante ante la asamblea litúrgica, sino principalmente un miembro de la Iglesia que comunica al resto de los fieles su fe personal en el texto que está leyendo solemnemente. Plenamente convencido de esto, San Agustín nos recordaba que “en este mundo la Palabra de Dios se nos da en letras, en sonidos, en códice, en la voz de lector y del homileta”; y San Jerónimo, en el siglo IV d.C., afirmará en un célebre comentario: “No se escucha al lector, se escucha a Dios”. Por eso todo en un proclamador debe llevar a esa verdad trascendente que debe anunciar desde el más profundo convencimiento; desde la reflexión sobre el texto, su conocimiento, la preparación técnica, y el asumir el contenido y el mensaje del texto.

Hace unos años andaba yo de misiones en Carolina del Norte, con inmigrantes campesinos de gran fidelidad a la Iglesia, cuando casi al momento de comenzar la celebración de la Eucaristía, oí que la religiosa a cargo de la preparación de la Misa, le preguntaba a un joven que en ese momento entraba al templo: “¿Quieres leer?”. Evidentemente éste no sólo no había preparado la lectura, sino que nunca la había visto antes. La lectura fue un caos desde el principio: “Lectura de la Carta a los Ramones”. Se ve que “romanos” no conocía a ninguno, pero Ramones había muchos en la lista de sus amigos. Ni qué decir que el resto de la lectura fue totalmente ininteligible.

Comments from readers

Olivia Baca - 04/02/2019 02:32 PM
Gracias Rogelio por tu valiosa enseñanza, lo comparti con los proclamadores. Dios te bendiga por compartir tus conocimientos.
Joaquin Rodriguez - 04/01/2019 07:35 PM
Magnífico, como siempre. Tienes una gran capacidad de síntesis y de exposición. Envidiable. Pero eso es un don de Dios y una bendición. P. Joaquín

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