Cómo cambiar el mundo
Monday, June 10, 2019
Mary Ann Wiesinger
Durante mis estudios de posgrado, quise participar en algún tipo de servicio. Mis criterios eran los siguientes: debía ser cerca de mi casa, no podía requerir algún tipo de habilidad que no poseyera, y tenía que ser algo verdaderamente significativo. El resultado de mis filtros: visitar un asilo de ancianos.
Esa posibilidad me petrificó. En primer lugar, en mi vida no había muchas personas ancianas, y no sabía si podía relacionarme con ellos. Segundo, me desanimó pensar en asilos de ancianos porque no sabía si podría lidiar con la intensidad de todo eso. Pero enganché a mi hermana, que estudiaba conmigo en aquel tiempo, y le rogué que viniera para ayudarnos mutuamente si todo resultaba una locura.
Entonces conocimos a “Roberta”, de 93 años, una señora vivaracha y sorprendente. Su maquillaje y su cabello estaban arreglados meticulosamente (su cabello era morado, que conste) y nos contó historias muy divertidas sobre su enamoramiento de sus enfermeros. Todo lo que hicimos con ella fue reír. Y comparar colores de lápiz labial.
Otra señora, “Giselle”, nos contaba historias sobre su vida casada con un hombre que era uno de 25 hijos (entre los que había dos grupos de trillizos y un par de gemelos), todos de la misma madre. Ayudaba a la enorme familia de su esposo, y recuerdo que tenían cerdos y gallinas. Para no desperdiciar ninguna parte del pollo, hacían salsa de espagueti con las patas.
Y “Jeff” nos habló de su esposa, y lo mucho que la amó, y sobre los viajes que hacían por carretera. En su habitación se exhibían las postales de sus hijos, y siempre nos ponía al día sobre la vida de sus nietos.
Hubo otros que no hablaron con sus bocas, pero hablaban con sus ojos, y nosotras sosteníamos sus manos. Rezábamos con algunos de ellos. Con otros, chismeábamos. Y se hicieron nuestros amigos.
Hace poco me escribió un caballero y me dio tres razones por las cuales nosotros, en la Arquidiócesis de Miami, a la hora de decidir cómo “cambiar el mundo” deberíamos recordar a los residentes de los hogares de ancianos.
“Primero, hay católicos que quieren continuar compartiendo en la fe; segundo, hay católicos ‘apartados’ que pudieran estar buscando una oportunidad para obtener su salvación eterna; en tercer lugar, hay personas de otras religiones que pueden sentirse atraídas al ver ‘cómo se aman estos católicos’”.
A veces, me abruman las cosas difíciles del mundo, y aunque de veras me importan, me siento paralizada porque no sé por dónde empezar. Quizás se deba a que es mucho lo que hay que hacer para cambiar el lamentable estado de los asuntos del mundo, y ese pensamiento me detiene.
Sin embargo, cambiar el mundo siempre comienza con una sola acción. La pregunta es, ¿dónde empiezo? Un buen lugar para comenzar es respondiendo a estas preguntas: ¿Dónde me ha colocado Dios? ¿Dónde se cruzan mis talentos y las necesidades del mundo?
Aquí, en el Sur de Florida, la población anciana es enorme porque muchos vienen a retirarse. Pero, ¿sabían que muchos de esos retirados están lejos de sus familias y no tienen a nadie que les visite?
Por eso presento una humilde exhortación a mis conciudadanos miamenses: ¡No olvidemos a los ancianos! Nos han sido confiados como un tesoro. Si tienen tiempo y amor para compartir, visiten a los ancianos. Llévenles la Comunión. Hablen con ellos. Recen por ellos. Ríanse con ellos. Aprendan de ellos. Están ocultos entre nosotros, pero nos necesitan (¡y los necesitamos, aunque aún no lo sepamos!). Por experiencia les puedo decir que recibirán el ciento por uno como recompensa por el regalo de su tiempo.
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