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Viejas crónicas de Santiago de Cuba conservan el relato de la gran devastación que provocó el terremoto de 1776. Iglesias, conventos, hospitales, casas solariegas, intendencias de la corona se desplomaron sobre sus habitantes y llenaron a la ciudad de muertos y heridos.

En medio de aquel caos, una negra esclava, devota y fervorosa, tomó una imagen que encontró entre las ruinas de una casa, la envolvió en un manto y salió a la calle para implorar el cese de aquella terrible situación. Poco a poco, los que habían sobrevivido al desastre se fueron uniendo a la procesión. Aquella gente oró como nunca antes; suplicaban clemencia al Dios de los cielos, hasta que de repente cesó el retemblar de la tierra. Su oración los había salvado de la muerte, y agradecidos y aliviados quisieron conocer cuál era el santo que había intercedido por ellos. Al destapar el bulto que la esclava sostenía contra su pecho, encontraron una hermosa estatua de porcelana de Napoleón Bonaparte, que en cierto sentido también había hecho retemblar la tierra. 

En el complejo escenario de las relaciones entre el ser humano y Dios, hay una zona de misterio en la que Dios actúa a partir de nuestras intenciones y no de nuestras posiciones. Él suele pasar por encima de nuestros errores, haciendo una lectura misericordiosa de todas nuestras humanas limitaciones, que tan perfectamente Él conoce. 

En el siglo XIV, tras el Cisma de Occidente, Santa Catalina de Siena movió cielos y tierra para defender la legitimidad de Urbano VI. Acude a cardenales, príncipes, nobles, personas de prestigio e influencia; escribe cartas y apremia a la jerarquía y al pueblo fiel con la única solución a la crisis que vive la Iglesia: el retorno a la santidad.

Al mismo tiempo, en Valencia, España, otro gran santo defendía lo contrario: El papa legítimo era para él Clemente VII, elegido por los cardenales rebeldes en Avignon. San Vicente Ferrer, dominico, convencido de que debía reconocer, obedecer y defender al papa de Avignon, fue el gran apoyo del entonces cardenal Pedro de Luna, para que los cuatro reinos de España aceptaran el pontificado de Clemente VII. A la muerte de este se convirtió en el consejero de su sucesor, Benedicto XIII (el cardenal Pedro de Luna).

Santo Tomás de Aquino no estaba muy convencido con la fundamentación teológica del Dogma de la Inmaculada Concepción y San Buenaventura afirmaba lo contrario hasta que la Iglesia le dio la razón.

Un anciano religioso, santo, sabio y culto me decía un día a modo de desahogo: “Si terrible es la persecución de los malos, mucho peor es la de los buenos”. A San José de Calazanz sus enemigos lo denunciaron al Tribunal de la Inquisición, de donde lo despidieron incólume, ya que se durmió profundamente mientras esperaba en la antesala. “Un hombre que es capaz de dormirse en estas circunstancias es porque no tiene nada que ocultar”.

Sólo la entereza y la humildad de San Juan Bosco evitó la disolución de su obra, cuando su obispo lo acusó de haber escrito un libelo contra él. Juan Bosco, siendo inocente, se arrodilló y pidió perdón por algo que no había hecho. Estaba en juego el futuro de toda la obra salesiana.

En San Giovanni Rotondo, el Padre Pío de Pietrelcina, acusado de impostor, fue relevado de sus funciones sacerdotales por muchos años. Hoy es reconocido como santo, místico y taumaturgo y a su tumba acuden miles de peregrinos diariamente.

Santa Mary Mackillop, la primera santa del continente australiano, fue acusada injustamente de desobedecer al obispo local y excomulgada por este sin haber verificado los rumores. Hoy Mary Mackillop está en los altares y la congregación que fundara, las Hermanas de San José del Sagrado Corazón, continúan su obra a favor de los pobres y la educación.

En el siglo XIX, la francesa Santa Juana Jugan, fundadora de las Hermanitas de los Pobres, fue destituida por el capellán de la congregación, padre Le Pailleur, y enviada a un remoto convento, para evitar que tuviera contacto con los benefactores, ya que el capellán pretendía atribuirse a sí mismo la fundación y la obra de la madre Jugan. Esta permaneció en silencio, ocupada en las tareas domésticas de la casa hasta su fallecimiento en 1879, cuando se supo toda la verdad. 

Dice San Pablo que “para el que ama a Dios, todo le sirve”. Las equivocaciones, errores, debilidades, hasta las malas intenciones, son el empedrado por donde avanzamos en nuestro crecimiento interior. Ni nos desanimamos por aquello que nos hace sufrir, ni nos inflamos de satisfacción por los éxitos del momento. Todo en su justa medida, porque todo lo que nos sucede, conviene.

En un retablo lateral de una antigua iglesia se muestra a los fieles una espléndida imagen de tamaño natural de Santiago Apóstol. “Santiago Matamoros”, una talla que recuerda la Batalla de Clavijo, donde los cristianos, en franca desventaja ante el ejército musulmán, cargaron con valor inusitado al ver aparecer entre nubes al apóstol patrón de España, que entraba en la contienda para apoyar a los cristianos. La imagen en cuestión representa el momento en que el apóstol, montado en un caballo blanco, clava con fuerza una larga lanza en el corazón de un moro, ya moribundo, tendido a los pies del caballo. Una anciana señora, que se había colocado en silencio junto a mí, muy tímidamente me dijo: “Hijo, sácame de una duda, ¿cuál es el santo? ¿el del caballo o el negro que está abajo? Porque yo siempre le he rezado al moreno, y Dios me ha escuchado muchas veces por su intercesión”.

Mucho trabajo me costó explicarle el significado simbólico de la imagen y al final creo que no la convencí de que aquel que recibía la estocada no era un mártir sacrificado por un cruel romano a caballo. “Si siempre me concede los milagros…”

Algo así como Napoleón Bonaparte en el terremoto de Santiago de Cuba.

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