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La vigilia ha sido larga y silenciosa en los ásperos campos de Judea. Las ovejas duermen seguras y tranquilas arropadas unas con otras, siempre a la vista de los pastores que han reunido, como cada noche, sus rebaños en el aprisco común. Algunos dormitan mientras otros velan muy atentos a la proximidad de los lobos, siempre dispuestos a darse un festín con las ovejas más débiles o tiernas y sobre todo para protegerse de los ladrones que aprovechan cualquier descuido para diezmar la manada.

Gente recia y de muy mala fama, los pastores eran de la clase social que todos despreciaban. Tenían la mala fama de apropiarse de lo ajeno, de no cuidar el honor de sus mujeres y de su familia, y como levantaban sospechas sobre su honradez, no se les permitía dar ningún testimonio en juicios o litigios. Recostados en el suelo y protegidos del relente bajo una improvisada cabaña de ramaje, eran unos perfectos vigilantes, observadores del entorno, preparados para actuar ante cualquier imprevisto. Hombres marginados, rechazados por la sociedad, la mejor imagen de los “pequeños” a los que Dios escoge para revelar su corazón y su vida. Desde el final de la Pascua hasta la irrupción de la época de lluvias, llevaban cada noche sus ovejas y cabras a la majada, porque desde marzo hasta noviembre, el ganado permanecía en el campo engordando, después del nacimiento de las crías en la primavera. 

El evangelio de Lucas, para escándalo y asombro de muchos, escoge este marco para el gran anuncio de la Buena Nueva a Israel. La noche desaparece ante el total resplandor que da telón de fondo a las palabras del heraldo celestial: “No tengan miedo, porque les traigo una buena noticia que será de enorme alegría para todo el pueblo”. Envueltos en la gloria del Señor, aquellos pobrísimos pastores se encuentran de repente con la revelación del acontecimiento más importante de la historia, la irrupción en carne humana del Hijo único de Dios, el Salvador, el Cristo Mesías, el Señor; un hecho que acaba de suceder “hoy en la Ciudad de David”, en Belén Efrata, el mínimo poblado que la profecía de Miqueas sitúa como la más pequeña y humilde de las ciudades de Judá, pero que según el texto de San Mateo, a partir de ese momento, Belén ya no es “el más pequeño” porque ahí ha nacido el “pastor de su pueblo, Israel”. 

El gran resplandor que los envuelve es signo y firma de la presencia de Dios, que es perpetuamente “luz de luz”, y también del fuego contagioso que el recién nacido ofrece a todo aquel que aguarda el triunfo de la verdad y la justicia. En la voz del ángel han sonado proféticamente las palabras que, en su momento, escucharán los discípulos en cada aparición del resucitado: “no tengan miedo”. Una invitación que desde la cercanía de Dios llama a la confianza y la fe como único camino hacia la verdad y la vida. No tener miedo, sino al contrario, la permanente certidumbre entusiasmada que permite enfrentar los desafíos y la oscuridad del momento, con paz y alegría. El ángel les ha anunciado el comienzo de una nueva andadura: el evangelio de la alegría; la irrupción del que llega para ser el ungido que ha de proclamarla, como única vía de salvación, en la que se manifestará la gloria de Dios para Israel y para todos los pueblos. 

La alegría que ahora inunda a los pastores será el signo que acompañará siempre al anuncio del tiempo de la salvación. Los 72 discípulos, pioneros de la evangelización, regresan de dos en dos rebosantes de alegría; los apóstoles azotados duramente por el Sanedrín, en vez de callar como les habían exigido, gritan de gozo y comparten su fe rebosantes de alegría por haber sido afrentados por el honor de Cristo.  

El ángel les ha dado un signo, que como manda la fe, debe ser comprobado para reconocer que es Dios mismo quien está actuando en este misterioso acontecimiento. Tres señales deberán ser comprobadas: un pequeño niño, envuelto en pañales y recostado en un pesebre. Una absoluta contradicción con las expectativas y esperanzas de Israel. El salvador, el Mesías, ¿desvalido, pobre e indefenso, envuelto en pañales y con un pesebre por lecho? Es el signo de que lo débil de Dios, que es “escándalo para los judíos y locura para los gentiles”, acompañará el ministerio de Cristo y de su Iglesia, llamada a ser permanentemente anunciadora de que en la debilidad, la persecución, la pobreza, la enfermedad y el desamparo de los que sufren todo tipo de desgracia permanece la solidaridad y la cercanía de Dios, que los reconoce como bienaventurados y herederos del Reino de los Cielos. 

La profecía del mensajero celeste se torna grandiosa cuando la noche se invade de multitudes angélicas que cantan la gloria de Dios y desean la paz a todos los que son objeto del amor del Señor. Un amor que parece trastornar toda lógica posible cuando la infinitud se encierra en lo limitado, cuando el todo poder se anonada en la debilidad humana, y cuando el Señor Dios de los Ejércitos asume la condición de total indefensión ante los poderosos, la injusticia y el error humano. El Príncipe de la paz viene a restaurar abundantemente todo lo que el pecado había ocultado y sepultado en la humanidad, para mostrar su amor incondicional, para reanimar a los que sufren y son humillados, para sanar, consolar y perdonar. 

Con la prisa que da la alegría y el encuentro que han tenido con la palabra de Dios, los pastores corren a Belén para ser testigos de la buena noticia que han recibido. Ante Jesús, María y José descubren con su propia mirada aquello en que ya habían creído. Lo que encuentran no son precisamente los signos de una extraordinaria grandeza, a la manera humana, sólo ven en un pobre lugar a una joven madre con su esposo y su hijo envuelto en pañales; pero los ojos de su corazón han sintonizado y han encontrado en el pequeño infante recién nacido al portador del esplendor de la gloria de Dios y al mensajero definitivo de la paz, la alegría y el gozo que trae para todo hombre y toda mujer que viene a este mundo.

Comments from readers

JOSE IGNACIO JIMENEZ - 12/31/2018 12:34 PM
Thank you for this beautiful article on the birth of our Savior.

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