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La ONU dispuso en el año 2012 que cada 20 de marzo se celebrase el Día Internacional de la Felicidad. Luego en Miami se celebró la Cumbre Mundial de la Felicidad en el año 2018. Es un tema de interés universal, y nada nuevo.

Ya el 4 de julio del 1776 la Declaración de Independencia de los Estados Unidos afirmó que entre los derechos inalienables del ser humano se encontraba “la búsqueda de la felicidad” (“the pursuit of Happiness”).

El tema ha llevado a la elaboración del índice anual de la felicidad. Desde hace años Costa Rica figura como el país más feliz de Hispanoamérica, aunque ha perdido terreno en los últimos tiempos. A nivel mundial, Estados Unidos ocupa el puesto quince en felicidad, mientras que Finlandia lleva cinco años consecutivos ocupando el puesto cimero. Ese boscoso país báltico cuenta con un sistema de bienestar social que garantiza ingresos adecuados, educación, servicios de salud, y calidad de la vivienda; también hay otros atractivos como baja criminalidad y menor corrupción gubernamental.

Sin embargo hay datos finlandeses que no se mencionan, como la muerte de muchos jóvenes por el consumo de drogas, así como una tasa de suicidios superior a la media mundial.

Suicidio y felicidad no parecen compatibles. Se ve que no basta un alto standard de vida. Se necesita encontrarle sentido a la existencia humana, algo que incluye enfrentarse a ese aguafiestas o espantapájaros, que es la muerte.

Si todo acaba con la muerte, ¿para qué tantos esfuerzos por construir un mundo mejor? Para muchos la parca impía nos arroja al abismo de la nada, y eso crea depresión suicida.

Pero para otros muchos, los de fe cristiana, la muerte abre la puerta a algo infinitamente mejor que esta vida temporal.

El Concilio Vaticano II enseña: “El hombre juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte” (GS N. 18).

Efectivamente el ser humano se compone de algo más que material biológico; goza de un alma inmortal, que lo capacita para un destino feliz más allá de las fronteras de la miseria terrestre.

El prefacio de las Misas exequiales (Funerales) reza así: “Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.

En noviembre acaba el año litúrgico. La Iglesia aprovecha la coyuntura para traernos a la memoria la doctrina escatológica sobre muerte, juicio, purgatorio, gloria y condenación. La seriedad de la muerte radica en su irrepetibilidad. “El destino de los hombres es morir una sola vez, y después el juicio” (Heb. 9,27).

Las liturgias de la Palabra de los últimos tres domingos del año eclesial enseñan que la muerte no se improvisa. Los evangelios finales traen parábolas de Jesús según San Mateo que nos exigen tomar la vida en serio. Nuestras acciones de hoy tienen consecuencias para un mañana eterno. Así esas parábolas nos estimulan a la responsabilidad, y a la vigilancia para detectar y rechazar todo aquello que puede llevarnos a darles la espalda a Dios. Hay que cooperar con la gracia divina para no sucumbir a la impiedad atea y al egoísmo en las relaciones humanas.

Para que la muerte desemboque en paso feliz a la eterna comunión con Dios hay que prepararse con una vida santa, que se exprese en el amor filial a Dios y en el amor fraterno hacia todos los demás.

Comments from readers

Victor Martell - 11/29/2023 12:40 PM
Sus articulos nos lleva de la mano a la felicidad porque son lecciones de amor y enseñanza. Gracias

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