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Es la temporada de graduaciones, y decenas de miles de estudiantes se están graduando de las escuelas elementales católicas en las zonas marginales. Como ha quedado demostrado por décadas de investigación empírica, estos niños tienen mejores oportunidades de completar la escuela superior y la universidad, y están mejor preparados que sus compañeros que asisten a las escuelas públicas, para la vida después de los estudios. Estas escuelas católicas de los barrios marginales son “escuelas públicas” en el mejor sentido de la palabra; están abiertas al público (no sólo a los católicos), y sirven un interés público auténtico: el fortalecimiento de la juventud pobre.  

Remontándonos a los estudios vanguardistas de Coleman/Greeley en la década de 1970, existe investigación abundante para demostrar la excelencia educativa de las escuelas católicas en las zonas marginales. Ahora llega una declaración mucho más abarcadora sobre el impacto positivo de estas escuelas pues, según dos profesoras de leyes de la Universidad de Notre Dame, Margaret F. Brinig y Nicole Stelle Garnett, las escuelas católicas de las zonas marginales son elementos importantes en la renovación urbana como constructoras del “capital social” en áreas urbanas marginales. 

La investigación que llevó a la publicación del nuevo e importante libro de Brinig y Garnett, publicado por Chicago Press, “Lost Classroom, Lost Community: Catholic Schools’ Importance in Urban America” (Un Salón de Clases Perdido, Una Comunidad Perdida: La Importancia de las Escuelas Católicas en la América Urbana), se inició en Washington, D.C. en 2008, cuando las autoras asistieron a una reunión en la que varios participantes interesados analizaban el impacto educativo del cierre de las escuelas católicas en las zonas marginales, un proceso lamentable que se ha convertido en una plaga nacional. En la reunión, no sólo se lamentaba la pérdida de la oportunidad educativa; la gente también decía que “Cuando la escuela (católica) cierre, el vecindario no será lo mismo”, o “Todo el vecindario sufre cuando desaparece una escuela (católica).” 

Al despertarse su interés, Brinig y Garnett, colegas del Instituto para Iniciativas Educativas, de la Universidad de Notre Dane, decidieron hacer una prueba empírica de la evidencia anecdótica sobre el impacto de las escuelas en los vecindarios. Desde el inicio, admitieron que el resultado de su investigación es, al mismo tiempo, alentador y amonestador: 

“Llegamos a la conclusión de que las escuelas elementales católicas son productoras importantes de capital social en los vecindarios urbanos … Los cierres de las escuelas católicas preceden a un nivel elevado de criminalidad y desorden, y reprimen los niveles de cohesión social. En cambio, en un vecindario donde se encuentra una escuela católica, hay bajos niveles de crímenes graves … Las escuelas católicas son importantes para los vecindarios urbanos no sólo como instituciones educativas – aunque con certeza, tienen gran importancia educativa – pero también como instituciones comunitarias.” 

Por “capital social”, Brinig y Garnett quieren decir “redes sociales que hacen que los vecindarios urbanos funcionen con más fluidez – las conexiones que unen a los residentes y los capacita para sofocar males como la criminalidad y el desorden.” Y ese “capital social” repercute, por así decirlo, de muchas maneras. Fomenta el civismo y la participación política, pero como sugieren las autoras de Notre Dame, también puede expresarse en “recoger el correo de un vecino que está de vacaciones, o llamar a las autoridades para reportar actividad sospechosa, o recoger de la calle un envase desechable de comida rápida”. El capital social que las escuelas católicas en las zonas marginales ayudan a generar es “invertido” en vivir de acuerdo con un sentido de responsabilidad por el bien común, no sólo vivir por la gratificación inmediata. Y esa “inversión” aumenta la formación del capital social en los vecindarios de las zonas marginales. 

Las escuelas católicas de las zonas marginales se encuentran en una profunda crisis económica, con diócesis cortas de dinero que se afanan por encontrar los dólares para subvencionar escuelas indiscutiblemente efectivas que no pueden sostenerse por cuenta propia. Brinig y Garnett sostienen que, dado su demostrable impacto positivo a través de la sociedad, estas escuelas merecen una oportunidad a través de mecanismos como deducciones contributivas o bonos escolares, con fondos públicos destinados al niño para permitir que los estudiantes asistan a una escuela católica en una zona marginal. Pero quizás existe otro mecanismo paralelo dentro de la Iglesia que pudiera considerarse seriamente. 

Hace varios años, le sugerí a un destacado obispo católico que la Campaña Para el Desarrollo Humano (CHD por su sigla en inglés) debiera transformarse en una campaña para las escuelas en las zonas marginales porque, como lo demuestran Brinig y Garnett, estas escuelas son el mejor programa que tiene la Iglesia para el fortalecimiento y para combatir la pobreza. De hecho, pueden ser el mejor programa contra la pobreza en América. Tengo la impresión de que la colecta anual de la CHD se cuadruplicaría si se actualizara para apoyar a las escuelas católicas en las zonas marginales, punto. 

Por los niños y por los vecindarios, ¿por qué no? 


Comments from readers

Joe - 06/09/2014 05:42 PM
Great idea! How can we make this happen?

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