La Jornada Mundial de la Vida Consagrada fue convocada por el beato Juan Pablo II en 1997 para llevar a la Iglesia a una concienciación renovada de la centralidad de la vocación consagrada en la identidad y la misión de la Iglesia. La Iglesia está dedicada en su totalidad a Cristo, su Novio, y a extender Su Reino. El alma consagrada es un signo de esta realidad, que pertenece totalmente al Señor y está dedicada en lo absoluto al amor de Dios y al prójimo, expresado a través del servicio.

A menudo pienso en lo que san Pedro le dijo al hombre cojo que pedía limosnas a la entrada del templo en Hechos 3:6: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazoreo, (levántate) y anda”.

Este es el testimonio que la gente consagrada puede darle hoy a la humanidad. A los ojos del mundo secular, y desafortunadamente para muchos dentro de la Iglesia, la vida consagrada no tiene nada que ofrecer, es vista como una pérdida. Pero nosotros, como san Pedro, podemos proclamar el mayor tesoro a través de nuestra pobreza: el nombre de Jesús que es “lo único necesario” para satisfacer al corazón humano; para liberar a la humanidad de las cadenas de los muchos “ismos” de nuestros días; y para proclamar al mundo: “¡Levántate y anda en la libertad de los hijos de Dios!”

La humanidad de hoy intenta satisfacerse con los avances tecnológicos, o la riqueza, el poder, etc. Pero en medio del torbellino del materialismo y de la consecuente desesperanza, la vida consagrada puede ser una señal de la dicha de seguir a Cristo. Podemos ser signos que digan: “Detente, y mira a Dios”. Él es el Único que puede llenar nuestros corazones con paz y dicha duraderas.