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Columns | Saturday, September 21, 2019

Ante el huracán del escándalo

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En los 17 años transcurridos desde que el Boston Globe dio a conocer la historia del escándalo de abuso sexual por parte del clero, no ha faltado una cobertura mediática brutalmente desfavorable —y a menudo patentemente injusta— sobre la Iglesia Católica. Algunos, por supuesto, sienten que la Iglesia Católica está recibiendo su merecido por sus pasadas fallas en abordar de manera efectiva la cuestión del abuso sexual infantil en su medio. Pero semejante Schadenfreude hace muy poco para reconocer los pasos que se han tomado en la Iglesia Católica para prevenir futuros eventos de tal naturaleza.

Hoy, humillada por su incapacidad para actuar antes y de manera más decisiva contra los depredadores en su propio medio, la Iglesia Católica ha pagado un alto precio, no sólo por las compensaciones financieras, sino en su capacidad de predicar con confianza el Evangelio, debido a la pérdida de credibilidad dentro de la sociedad. Y, por supuesto, las víctimas han pagado un precio aún más alto: pérdida de la inocencia, comportamientos autodestructivos inducidos por la vergüenza o la ira, así como el dolor de no ser creídos, frecuentemente, por sus seres queridos. Y necesitan que se les diga, repetidamente, que lo que les sucedió no fue por culpa suya.

Desde la aprobación del Estatuto para la Protección de Niños y Jóvenes, en Dallas en 2002, la Iglesia Católica de los Estados Unidos está hoy en día a la cabeza de cuanto se está haciendo para garantizar la protección de los menores. A todos los empleados y voluntarios de la Iglesia que trabajan con menores de edad —y no sólo al clero— se les toman sus huellas digitales y se les verifican sus antecedentes. Se han implementado programas de seguridad de menores en nuestras escuelas y programas juveniles. En 2018, en los Estados Unidos más de 2,531,720 personas, tanto sacerdotes como laicos, recibieron capacitación en seguridad infantil para trabajar en parroquias. Además, a más de 2,515,411 adultos que trabajan con acceso directo a niños en la Iglesia Católica, se les han verificado sus antecedentes. Cada diócesis de los Estados Unidos tiene un coordinador de asistencia a las víctimas. Todas las acusaciones se informan inmediatamente a las autoridades civiles. Ninguna otra institución en la sociedad estadounidense actual da a la protección de los menores una prioridad más elevada.

Si bien algunas víctimas pueden sentirse comprensiblemente desconfiadas, las diócesis católicas de los Estados Unidos han logrado un progreso innegable. Philip Jenkins, profesor y experto en abuso sexual de jóvenes en la universidad Penn State (y no católico), declara: “Definitivamente, desde finales de los 80 y principios de los 90, la mayoría de las diócesis católicas han desarrollado, realmente, políticas muy estrictas, y muy, muy pocos casos salen a la luz después de 1990”.

Incluso el informe del Gran Jurado de Pensilvania del año pasado lo indicó así. Esto no quiere decir que lo que se reveló sobre casos históricos (anteriores a 2002) y el fracaso de los obispos, entonces, para abordar directamente este escándalo, no merecieran la indignación y el repudio de las personas, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Sin embargo, la tolerancia cero adoptada por los obispos en Dallas en 2002 continúa vigente: quienes sean acusados en circunstancias creíbles, serán retirados permanentemente del ministerio. Afortunadamente, los casos de depredación sexual por parte de sacerdotes católicos han disminuido notablemente, como lo demuestran las auditorías anuales de nuestros Protocolos de Protección Infantil. Una mejor capacitación y una mejor evaluación de los admitidos al sacerdocio, son algunos de los factores que explican esta tendencia esperanzadora y positiva.

No obstante, se ha vuelto difícil para muchos miles de fieles —laicos y sacerdotes por igual— el asumir plenamente nuestra identidad católica entre familiares y amigos (especialmente entre aquellos que ya han tomado una actitud hostil hacia la Iglesia). Sin embargo, lo que realmente inspira y sana, restaurando la confianza y recordando a la gente la alegría del discipulado, es el llamado a pertenecer a Cristo y a su Iglesia. El verdadero trabajo de la Iglesia continúa: en nuestras parroquias, en nuestras escuelas y clases de catecismo, en nuestros programas de servicio, en nuestros programas juveniles y capellanías, y en nuestros seminarios y conventos. Las personas son bienvenidas diariamente e inspiradas por la belleza de la tradición y la vida sacramental de la Iglesia.

Si bien las fallas de unos pocos —aunque siempre demasiados—, nos recuerdan la realidad del pecado y constituyen un verdadero obstáculo para muchos, no faltan ejemplos de santidad genuina entre los miembros del Cuerpo de Cristo. La Iglesia ha resistido a huracanes de escándalo en el pasado, y se ha renovado. La promesa de Cristo de que las “puertas del infierno no prevalecerán” contra su Iglesia (Mateo 16:18), nos llama a la esperanza.

Pero ningún sistema es perfecto, por lo que siempre tendremos que estar atentos. El pasado es el pasado: no podemos cambiarlo; pero hemos aprendido de sus lecciones, y estamos transformando el futuro. El Estatuto de Dallas de 2002 es nuestra promesa de que los líderes de la Iglesia Católica siguen tomando muy en serio la protección de los jóvenes contra el abuso sexual.

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