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Columns | Monday, December 23, 2019

Miremos a este niño a través de los ojos de María

Columna del Arzobispo Wenski para la edición de diciembre 2019 de La Voz Católica

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Sandro Boticelli: "Navidad Mística" (1501) Galería Nacional de Londres. Portada de la edición de diciembre 2019 de La Voz Católica.

Fotógrafo: Sandro Botticelli

Sandro Boticelli: "Navidad Mística" (1501) Galería Nacional de Londres. Portada de la edición de diciembre 2019 de La Voz Católica.

En el Evangelio de Lucas, el ángel les dice a los pastores: “Encontrarán a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2:12). Dicen que una imagen expresa más que mil palabras. Y en el arte de la Iglesia, los íconos se pintan de tal manera que expresen la Palabra de Dios por medio de los signos y símbolos representados a través del talento del artista. Durante la temporada navideña, nuestra atención se centra en el Pesebre, el Belén o Nacimiento. El Nacimiento, no importa cuán elaborado o simple sea, es el “ícono” más importante de la Navidad, un ícono que habla a través de los siglos y las culturas, y que nos habla de “buenas nuevas”.

Hoy, el Nacimiento ha sido ampliamente erradicado de la vista pública, ya sea en los parques de nuestras ciudades, o incluso en las propiedades privadas de los centros comerciales. Sin embargo, en miles de iglesias, desde grandes basílicas hasta humildes capillas rurales, un Pesebre realza la decoración litúrgica habitual. Incluso muchos de nuestros hermanos protestantes, que normalmente tienden a ser iconoclastas, exponen con orgullo en sus lugares de culto un Nacimiento que se originó con un santo católico, Francisco de Asís.

El 1 de diciembre, el primer domingo de Adviento, el Papa Francisco visitó un pequeño pueblo, Greccio; fue allí donde San Francisco exhibió la primera escena navideña, el primer Belén. Durante esta visita, el Papa emitió una Carta Apostólica, Admirabile Signum, sobre el significado y la importancia del Pesebre, invitando a que se expusiera no sólo en hogares e iglesias, sino también en lugares públicos. “Comenzando desde la infancia y luego en cada etapa de la vida”, recordó el Santo Padre, [el Pesebre] “nos educa a contemplar a Jesús, a sentir el amor de Dios por nosotros, a sentir y creer que Dios está con nosotros y que nosotros estamos con Él, todos hijos y hermanos gracias a aquel Niño Hijo de Dios y de la Virgen María”.

Vemos a los animales, a los pobres pastores; vemos a la madre que acaba de dar a luz. Vemos a José, asombrado pero protector. Y vemos al Niño, acostado en un pesebre, el lugar donde comían los animales. ¿Quién podría imaginar que este pequeño niño es el Hijo del Altísimo? Sólo ella, su madre, lo sabe. Mirando a su hijo recién nacido con los ojos de la Fe, María sabe la verdad y guarda el misterio. Hoy, también, podemos unirnos a su mirada y mirar a este niño a través de sus ojos, a través de esos ojos de fe simple e inquebrantable, y así reconocer en este niño el rostro humano de Dios.

Como el Papa escribe en su carta: “De modo particular, el Pesebre es desde su origen franciscano una invitación a ‘sentir’, a ‘tocar’ la pobreza que el Hijo de Dios eligió para sí mismo en su encarnación. Y así, es implícitamente una llamada a seguirlo en el camino de la humildad, de la pobreza, del despojo, que desde la gruta de Belén conduce hasta la Cruz. Es una llamada a encontrarlo y servirlo con misericordia en los hermanos y hermanas más necesitados” (cf. Mt 25,31-46).

De este modo, la Navidad se convierte en una verdadera escuela de Fe y vida, en un campo de entrenamiento para todos nosotros, y, a su vez, para aprender la verdad y convertirnos con María en guardianes del Misterio que la Navidad proclama. Ella fue la primera discípula, porque fue la primera que escuchó la Palabra y la obedeció. Por lo tanto, es considerada por todas las generaciones como “bendita entre todas las mujeres”.

En esta escuela de Fe y vida que es la Navidad, nosotros también podemos llegar a ser como María y asumir los riesgos y las alegrías del discipulado.

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