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Columns | Wednesday, May 27, 2020

María, entre todas las mujeres

“La Virgen orando”, óleo de Giovanni Battista Salvi da Sassoferrato (1609-1685).

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“La Virgen orando”, óleo de Giovanni Battista Salvi da Sassoferrato (1609-1685).

Si me preguntaran qué figura bíblica tiene para mí una connotación especial, respondería sin dudar un instante: María.

Solo uno de los evangelios narra el momento en que el ángel Gabriel anuncia a María que había sido la elegida para ser la madre del hijo de Dios (Lucas 1: 26-38).

Muchos pasajes importantes habrá y muchos milagros serán hechos por Jesús, pero estos versículos encierran —y liberan— todas las posibilidades que fructificarán y se expandirán para formar el núcleo de la fe cristiana.

En aquella ciudad de Galilea llamada Nazaret, una humilde muchacha, asombrada por el saludo reverente del ángel, acepta con toda la ingenuidad de su fe y el secreto gozo de servir, la maternidad a destiempo y la enorme responsabilidad de ser la madre del salvador de la humanidad.

María, citando sus propias palabras, fue la “sierva del Señor”, pero esta servidumbre más que simple sumisión era una muestra suprema de respeto, era una entrega de su voluntad por amor. Cuando fue escogida entre todas las mujeres, me la imagino deslumbrada y expectante, con una pálida idea de su papel en la historia de la cristiandad. Era en ese momento la doncella de Nazaret, prometida a José. y esperaba un hijo fruto de la Gracia de Dios. No, no estaba su pensamiento puesto en el futuro, estaba toda ella volcada en su presente y en el gozo de la maternidad.

Me parece escuchar la melodía de la bella canción de Mark Lowry, “María, ¿sabías tú?” En esa interrogante, —“¿sabías tú?”— se apunta hacia el poder del Salvador, se le exalta y se enumeran las obras que realizaría. ¿Cómo se imaginaba ella a ese pequeño hecho hombre? Esa pregunta íntima, tan común a cualquier madre acerca del futuro de su hijo, cobra otra dimensión cuando va dirigida a María, cuya responsabilidad más allá de lo humanamente posible se disuelve ante la tarea cotidiana de la maternidad, ante la ternura diaria volcada en el recién nacido, tan dependiente y tan cercano a ella, su madre, como cualquier otro niño de Nazaret.

De ella recibió el hijo de Dios la entrega a escala humana del amor; a ella le pertenecía tanto como a su divino progenitor, por ella fue en simbiosis única, carne y espíritu.

Fue María quien lo alimentó y veló por él mientras crecía y se hacía fuerte (Lucas 2: 40) y quizás aprendía el oficio de José; era ella quien se angustiaba cuando no lo hallaba y debía correr al templo donde lo encontraba discutiendo entre los sabios; ella, la mujer de Nazaret que tan humildemente cumplía a cabalidad la misión para la que había sido escogida.

María, la que desde antes del nacimiento de Jesús, guardaba en su corazón las palabras del ángel, la que debía sufrir lo impensable, la que sentiría como nadie —carne y sangre de sí misma— la flagelación, el expolio, el víacrucis y la inmolación del “cordero sin mancha” de Dios.

En María, el acatamiento de la voluntad divina enalteció lo más bello de su terrenalidad, pero la callada aceptación del sacrificio de su hijo la acercó a la divinidad.

María, entre todas las mujeres, representa el amor y la entrega sin condiciones; ella acuna y libera la presencia humana de Dios en la tierra, ella asume sin alardes la fe, ella no espera una divina recompensa, nada pide, aunque… sí: un pequeño deseo en una boda del pueblo de Caná, que la hace volverse hacia su hijo e instarlo a proveer el vino que faltaba para terminar la fiesta, y él, Jesús, le hace el mejor regalo a su madre: le concede su primer milagro.


Annie Plasencia es Licenciada en Arte y Literatura

por la Universidad de La Habana.

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