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En las parábolas y comparaciones que Jesús usa para anunciar el Reino y sus características, ocupa un importante lugar aquellas dedicadas al campo, los sembradores, jornaleros, viñadores y el anuncio de la calidad extraordinaria de la semilla que él mismo ha de sembrar en todo tiempo y lugar. La referencia más inmediata la ha sacado de su experiencia en Nazaret, el mundo pequeño donde se ha criado y ha ejercido de artesano rural en una aldea de apenas 150 habitantes, cuya fuente de trabajo era el trabajo agrícola o la reconstrucción de la cercana ciudad de Séforis que Herodes pretendía convertir en la capital de su reino. Jesús ha crecido en el entorno de un área fundamentalmente rural; una colonia de judeos, campesinos analfabetos venidos a Galilea en busca de trabajo.

El evangelio de Mateo nos presenta a un sembrador, posiblemente un pequeño terrateniente, que según la costumbre de entonces, lanza la semilla antes de arar la tierra, de una manera un tanto aparentemente descuidada; sin embargo el contexto sugiere que el caer de la semilla en el trasiego de un camino, entre las espinas, cardos y zarzas y finalmente en tierra fértil y generosa ha sido totalmente intencional y buscado por el campesino. Los pájaros son la amenaza que constantemente sobrevuela el lugar y compromete el futuro de la siembra; la tierra dura y pedregosa y las plantas espinosas son enemigos naturales de la cosecha, pero a pesar de todo, la fuerza de la simiente lanzada al vuelo puede germinar en cualquier lugar.

Cuando nos movemos por carreteras y vías rápidas nos asombramos de ver cómo en pequeñas grietas y resquicios del duro concreto han brotado plantas que de manera inexplicable han conseguido sobrevivir y crecer sin tierra y sin agua y crecen espléndidamente anunciando una vida y un verdor que nadie ha cultivado. El sembrador de la parábola se arriesga más allá de las posibilidades humanas, porque es el signo de la acción del Mesías, que ofrece la salvación de Dios a todos, en todo momento y lugar; una acción transformadora de tal calibre, que según el testimonio del Bautista, “puede sacar de estas piedras descendientes de Abrahán”.

Este Mesías sembrador no escoge solamente un espacio seguro e ideal para realizar su plan salvador, sino que misteriosamente actúa en todos los planos de la realidad presente sin esperar tiempos de seguridad, o de ausencia de conflictos. A pesar de los tremendos poderes del mal o la indiferencia, esta semilla, por la misma fuerza de la Palabra que sale de la boca de Dios, puede brotar en medio de la adversidad y las mas grandes dificultades.

En otra ocasión sucede que esta semilla, sembrada convenientemente, con mimo y cuidado extremo, es amenazada por la obra de un peligroso enemigo que ha lanzado la mala simiente de la cizaña, entremezclándola con la del buen trigo. Para asombro del lector, el dueño del campo, en lugar de ordenar su inmediata limpieza —lo lógico hubiera sido arrancar la cizaña apenas empiece a brotar— le perdona la vida y la deja crecer junto al trigo, dándole una oportunidad única, desarrollarse hasta el tiempo de la cosecha. Teniendo en cuenta que la semilla de esta planta es altamente tóxica y que si se llega a mezclar con el grano de trigo en la molienda pudiera envenenar al que consuma el pan, el peligro que afronta el dueño del campo es enorme.

Algunos expertos en el Nuevo Testamento ven en esta parábola una imagen de la Iglesia, donde entre el buen trigo de la santidad aparecen los brotes incómodos de la mediocridad, y la superficialidad. Como si el Señor no quisiera para él una comunidad pura, perfecta, formada por ángeles y no por seres humanos con defectos, ingratitudes, debilidades y manchados por el barro del pecado.

La Iglesia que Cristo ha fundado es una familia donde todos deben ser acogidos al nivel de conversión en que se encuentren; los fieles, el buen trigo, tienen la misión de iluminar el camino de transformación de los que todavía padecen del mal de la cizaña, para ayudarlos a convertirse en rico y generoso trigo y sí todos los días hasta el final de los tiempos.

La Iglesia, en la mente de Cristo, es siempre algo pequeño: un poco de levadura germinadora de la masa, una red en la que caben peces de todo tipo, una monedita que genera el gozo de hallarla y una pequeñísima semilla de mostaza que se empina y crece para dar cobijo a las aves del campo.

Lo común y curioso de todas estas parábolas es que constantemente aparece la invitación a sembrar, pero no a cosechar, tarea que toca solamente al Señor en el momento y la manera que estime oportuna. Una acción que el evangelio anuncia hiperbólicamente; una cosecha abundante en aquel tiempo no habría logrado mas de cuatro veces la semilla sembrada, pero en los tiempos mesiánicos la recolección será tan abundante que multiplicará hasta por cien el fruto cosechado.

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