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Cuando una tragedia se abate sobre una comunidad, como la sucedida el pasado lunes 7 de abril en el Jet Set Club de Santo Domingo, la gente se ofusca con muchas preguntas y ninguna respuesta. No se le encuentra sentido.

Se tiende a olvidar que siempre ha habido desastres naturales como huracanes y terremotos, así como los debidos al debilitamiento de edificios y puentes, e incluso los provocados por manos criminales.

Viene a la memoria el terremoto que en Haití sesgó más de doscientas mil vidas el 12 de enero de 2010.

En cuanto a edificios con vicios de construcción, o simplemente deterioro por el tiempo, se recuerda un inmueble de apartamentos que se desplomó parcialmente en Surfside, Florida, el 24 de junio de 2021, con saldo de unos cien fallecidos y numerosos heridos.

En cuanto a tragedias causadas por el odio humano, ¿quién no recuerda el ataque terrorista a las torres gemelas de New York del 11 de septiembre del 2001? Ese crimen, orquestado por el fanatismo perverso de Bin Laden, acabó con casi tres mil vidas humanas.

La Historia Sagrada reporta una tragedia de la máxima magnitud, el diluvio universal (Génesis 6-8). Por supuesto que el autor bíblico compuso ese relato sin base histórica alguna para inculcar que el pecado puede encender la justa ira divina con catastróficas consecuencias.

La Antropología Teológica trata de explicar los males en el mundo con la historia del pecado original. Pertenecemos a la naturaleza humana caída; todos hemos nacido fuera del paraíso terrenal para vivir una existencia expuesta a muchos sufrimientos.

Desde que nacemos caminamos hacia la muerte. Unos mueren antes de nacer por aborto natural o provocado; otros van muriendo a diferentes edades hasta llegar a los centenarios que ahora abundan más que nunca.

Un clásico de la espiritualidad, La Imitación de Cristo (Kempis), menciona unos cuantos tipos de muerte: “Uno murió de repente, uno cayó herido por un arma, otro se ahogó, aquel al caer de lo alto se desnucó, otro murió mientras comía, y aquel otro acabó su vida jugando” (Libro 1, capítulo 23).

No queda más remedio que aceptar la inexorabilidad de la muerte. La parca no hace discriminación llevándose a unos de este mundo para dejar olvidados a otros. Todos poco a poco tendremos que morir.

Volviendo al Kempis, oigamos lo que propone: “¿Has visto morir a alguien? Pues considera que tú también pasarás por ese trance. Cuando amanezca, piensa que tal vez no llegues vivo al anochecer. Y cuando anochezca, piensa que puedes no estar vivo la mañana siguiente. Vive siempre preparado de manera que la muerte no te sorprenda desprevenido” (ibidem).

En ese espíritu de preparación, el jesuita aragonés San José Pignatelli compuso esta oración:

     "Señor, no sé lo que debe ocurrirme hoy; lo ignoro completamente, pero sé que nada podrá                     ocurrirme que Tú no lo hayas previsto, regulado y ordenado, desde toda la eternidad, y esto me            basta. Adoro tus designios impenetrables y eternos y me someto a ellos de todo corazón...”

Cuando se pierden seres queridos por accidentes sorpresivos, los dolientes deberían pensar que sus difuntos querrían que continuasen sus vidas, sobreponiéndose al comprensivo duelo. Hay que reconstruir la vida ordinaria para seguir viviendo hasta que Dios quiera.

Nos toca rezar para que los familiares de víctimas de tragedias logren rehacer sus vidas de cara al futuro, conscientes de que todos tenemos un futuro limitado.

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