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Hace unos años viajé a Francia para visitar Lisieux, el Carmelo que guarda la vida y las reliquias de Santa Teresita del Niño Jesús. Reliquias que habían viajado a nuestra Arquidiócesis, pero el exceso de celo de los “ministros de la hospitalidad” de la parroquia nos había impedido todo acercamiento a la preciosa urna que guarda los huesos de la pequeña florecilla.

Llegamos tan temprano al Carmelo de Lisieux que este estaba cerrado y, para ganar tiempo, nos dirigimos a la gran basílica levantada en honor a la santa. Fue un regalo de la Providencia Divina; todo estaba preparado para la clausura de un Congreso Internacional sobre la Espiritualidad de Teresa, y como habíamos llegado los primeros, nos sentamos en muy buen lugar. Allí, en el medio de la nave central, estaba la magnífica urna dorada con las sagradas reliquias, protegida con una urna de acrílico transparente. Pude tocarla sin restricciones, con toda la devoción posible y profundamente emocionado y agradecido. Pero lo mejor estaba por llegar. Obispos, presbíteros, diáconos, religiosas y pueblo de Dios venido de todas partes del mundo formaban una especial asamblea litúrgica, donde todo estaba perfectamente organizado, sincronizado y lleno de un profundo sentido de fe comunitaria, espléndidamente celebrada. Me sentí como el anciano Simeón: “Ahora puedes dejar, oh Señor, a tu siervo marchar en paz”. Y es que una liturgia celebrada “como Dios manda”, es una experiencia que nos hace tocar la esfera de lo sagrado.

En aquella celebración eucarística, hasta la colecta fue realizada de tal manera que se integraba en el ritmo de la asamblea como parte de su oración. La utilización del canto reflejaba la renovación y clarificación que nos regaló el Concilio Vaticano II y los documentos posteriores sobre el rol del canto y la música en las celebraciones de la Iglesia.

Para los decretos conciliares la música posee un munus ministeriale, es decir una vocación de servicio. No está la liturgia al servicio de la música (ni de los músicos), sino al revés. El canto se integra así a la oración de la Iglesia no con independencia, sino como humilde sirviente del culto católico, para dar relieve a textos propios de antiquísimo origen que están incrustados sólidamente en la tradición católica. Todas las cosas estuvieron en su lugar y el resultado fue una oración gozosamente solemne.

Aquella tarde hice un gran descubrimiento, algo que había leído y escuchado muchas veces, pero que en aquella Eucaristía en la Basílica de Santa Teresita de Lisieux había finalmente entendido y profundizado: la clave de la belleza de la liturgia está precisamente en la comunidad; para que haya una buena liturgia debe haber ante todo una comunidad que celebre su fe en comunión. La existencia de una comunidad celebrante en toda la extensión de su significado, hace realidad lo que los ritos, los gestos, las palabras y los movimientos proponen. Puede haber culto, sentido festivo, cumplimiento de normas, etc., pero si no hay un grupo de creyentes que sean capaces de salir de sí mismos para acoger al resto de los participantes dentro de la dimensión de compartir el mismo misterio de la fe, la liturgia se vuelve pobre, opaca e intrascendente. A mayor sentido comunitario, mayor expresividad y profundidad litúrgica. No se trata tanto de mejorar el coro, los acólitos, los lectores, los ministros extraordinarios de la Sagrada Comunión. todo eso sumamente importante; si no se refuerzan los lazos comunitarios, si la feligresía solo tiene como punto en común la conveniencia del horario de las celebraciones, la liturgia perderá la chispa que enciende la alegría de la fe. No se trata de criterios estéticos, sino de ahondar en el sentimiento y el sentido de ser comunidad creyente, familia, pueblo de Dios.

La celebración de todos los sacramentos pretende tener el marco de una comunidad creyente presente, que comparte junta y unida el sentido más profundo de lo que está celebrando en ese momento; que no “asiste”, sino que participa entendiendo y comprendiendo el viejo sentido de los ritos, incorporando sus significados, vibrando con la presencia del Señor Resucitado junto al que se ha reunido para gozar de su compañía y su aliento. A eso está llamada la Iglesia y la práctica de la fe en comunidad.

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