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Junto al Rin, al anochecer del 30 de diciembre del año 407, los centinelas romanos que debían guardar las fronteras del imperio romano se estremecen con horror al ver como un inmenso hervidero de guerreros bárbaros, cubren las aguas del río; a caballo y blandiendo sus armas; son la avanzada de otros miles que, en improvisadas balsas, o simplemente montados sobre troncos, van entrando en el territorio de Maguncia, no solo para saquear y matar, sino para ocupar todo el corazón de Europa. Desde las torres de la línea fortificada han sonado las trompetas de alarma y los legionarios se forman rápidamente para defenderse de los invasores; un desesperado esfuerzo inútil y suicida, que al amanecer y a la luz de las empalizadas ahora convertidas en hogueras, deja ver miles de cadáveres.

Miles de jinetes, un interminable hervidero de balsas con carros, donde van las mujeres y los niños, entran como un hormiguero desbocado, imparable, en la tierra recién conquistada. Son vándalos, suevos y alanos, asociados para este ataque. Una invasión muy bien planificada, porque estos bárbaros conocían muy bien la debilidad del imperio romano, defendido por un ejército de mercenarios. Los tiempos de las legiones formadas por soldados aguerridos y orgullosos del poder del imperio han pasado y muy pocos optan por la vida dura y arriesgada de las legiones.

Los defensores del “limes” poco pueden contra estas tribus asiáticas, sucias y malolientes que se “perfumaban” sus largas y ásperas melenas con una mezcla de mantequilla rancia y orines de caballo, cuyo olor se podía sentir a distancia. La noticia de que la frontera del Rin había cedido llena de terror al occidente cristiano. Ya no hay defensa posible ante su empuje y el emperador Honorio, aterrado, se refugia en Rávena, rodeado de su corte, mientras los bárbaros invasores y los otrora aliados al servicio del imperio, se unen y marchan sobre Roma bajo el mando de Alarico, rey de los godos.

Las sólidas murallas construidas por el emperador Aureliano, las fuertes puertas fortificadas y las formidables moles de las torres, de nada sirven ante la determinación y el arrojo de los invasores asiáticos, que, tras de cuatro días de saqueo, asesinatos e incendios, han reducido la gran ciudad a ruinas donde sólo quedan en pie los templos cristianos y las grandes basílicas, protegidas por Alarico, orden que todos los godos respetan al pie de la letra.

En ese momento de terror y caos se alza la voz de los obispos: “No es el fin del mundo; Roma ha caído y esta desgracia, esta catástrofe para los creyentes es el signo del comienzo de un mundo nuevo que hay que levantar. Dios no nos abandona”. Entonces son los obispos los grandes parlamentarios cuya voz se alza con valiente energía contra los abusos en medio del terror reinante. Así y todo, es demasiado larga la lista de obispos desterrados, encarcelados y asesinados.

Realmente fue un milagro que Roma no desapareciese del mapa y de la historia; se calcula que la ciudad tenía más de un millón de habitantes en tiempos de Pedro y Pablo, y después del ataque de los bárbaros solo sobrevivirán apenas unos veinte mil habitantes. La Iglesia deberá iniciar nuevas formas pastorales y litúrgicas para acoger en su seno a otras culturas. Para ello deberá reconocer los cambios y adaptarse a la evangelización de los nuevos asentamientos donde conviven los católicos romanos con los invasores, que en su gran mayoría son cristianos arrianos.

A estas nuevas comunidades rurales se les llamarán parroquias, y para atenderlas los obispos enviarán a los presbíteros, un clero poco preparado al que los pastores ayudarán poniendo por escrito las oraciones que deben decir, los formularios litúrgicos y los sermones. La presidencia de la Eucaristía cae en manos de curas rurales sin verdadera aptitud para improvisar correctamente la oración litúrgica y las homilías. Se organizan los leccionarios, los cantorales y los antifonarios, y con la amalgama cultural de los bárbaros se pierde poco a poco el latín.

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