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Los feligreses se presentan masivamente al confesonario durante la Cuaresma, tiempo penitencial por excelencia. Pero los confesores notan que frecuentemente falta un profundo examen de conciencia.

Podría ayudar considerar el orden en que el “Confiteor” (Yo confieso), oración penitencial al comienzo de la Misa, presenta los campos de pecado.

Esa oración los menciona en orden ascendente de gravedad, a saber, “pensamiento, palabra, obra y omisión”. El pecado más grave sería el de omisión, pero en singular y con mayúscula. La Omisión que está a la raíz de los demás pecados es el olvido de Dios. Cuando Dios queda fuera del campo visual de la conciencia, se le abren las puertas a los malos pensamientos, palabras y obras. Quien vive en la presencia de Dios, se guarda de los peores pecados. Ya lo decían los versos teresianos: “Mira que te mira Dios/ mira que te está mirando/ mira que te has de morir/ mira que no sabes cuándo” (Sta. Teresa de Jesús). O como enseñó San Pablo a los atenienses, en Dios “vivimos, nos movemos y existimos” (Hech 17,28).

La  conciencia moral se anestesia cuando se excluye a Dios. Leamos lo que enseñó el Vaticano II: “La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre en el que éste se siente a solas con Dios cuya voz resuena en lo más íntimo de su ser” (GS 16).

Resulta aleccionador el doble pecado mortal que cometió el rey David, a saber, adulterio con Betsabé y homicidio de Urías, el esposo. El rey se quedó tan campante; su conciencia no detectó tanta maldad. Tuvo que enviarle Dios al profeta Natán para que le revelase sus dos horrendos pecados (cfr. 2Sam 11-12).

Hay un salmo que llega a decir lo siguiente: “¿Quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta” (Salmo 19,13). Eso escondido debe salir a la luz, pues como declara un proverbio, “el que oculta sus delitos no prosperará; el que los confiesa y cambia, obtendrá compasión” (Prov. 28, 13).

Por eso San Ignacio afirma que se necesita la gracia de Dios para conocer los pecados propios. De ahí que cuando el santo enseña a examinar la conciencia, ponga este segundo paso: “Pedir gracia para conocer los pecados y lanzallos” (EE. 43, 2). No basta el esfuerzo memorístico para conocer los propios pecados. Se necesita una revelación de lo alto.

Fuera de la Iglesia hay quienes piensan que a los católicos les resulta muy fácil obtener el perdón divino; bastaría con ir a confesarse. Pero no es tan sencillo. Para que se perdone lo confesado se necesita contrición y propósito de enmienda.

Además, se soslaya con frecuencia que hay pecados que no se perdonan sin reparación. La más mencionada es la restitución en casos de robo. Oigamos al Catecismo: “En virtud de la justicia conmutativa, la reparación de la injusticia cometida exige la restitución de lo robado a su propietario” (# 2412).

Pero la reparación no se limita al séptimo mandamiento. Se extiende también al octavo. Si, por ejemplo, alguien ha calumniado al prójimo, no obtendrá perdón hasta que se retracte de la calumnia.

Digamos lo mismo de quien ha cometido o colaborado en un acto injusto contra el prójimo. No será perdonado mientras no le haga justicia a la víctima. El Catecismo también dice algo al respecto: “Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación” (# 2487).

Hay otra reparación llamada reconciliación. Cuando hay pleitos entre hermanos y se rompe la comunicación, la conciencia llama a reparar la ruptura mediante la reconciliación. A ella exhorta el Señor en el Sermón de la Montaña: “Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5, 23-24). Se necesita vigilancia para impedir que arraiguen en el corazón sentimientos contrarios al amor fraterno. Jesús no quiere ni siquiera enojos contra los demás: “Todo aquél que se encolerice contra su hermano es reo ante el tribunal” (Mt. 5,21).

Que el Señor nos ayude al comienzo de la santa cuarentena a  conocer mejor nuestra pecaminosidad y a repudiarla con profunda contrición.

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