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Con frecuencia se escribe sobre lo mucho que se sufre en este mundo. Los noticieros abundan en víctimas de guerras, de homicidios, de accidentes fatales y de toda clase de calamidades. No se puede negar que hay mucho dolor por doquier.

Pero a esa incontrovertible realidad debe añadirse otra verdad muy consoladora: El sufrimiento no excluye necesariamente a la felicidad.

¡Cuántas madres desgastan sus vidas al cuidado de un hijo o hija enfermos! El amor materno endulza los sinsabores de renunciar a paseos y diversiones por atender al paciente incurable. El amor tiene las llaves de la felicidad.

Lo que se capta a nivel del amor natural, puede admirarse con mayor esplendor en el plano sobrenatural.

El cristiano sabe - sí sabe, pues la fe es un saber superior en cuanto que participa del saber divino - que el mayor bien para la humanidad, la redención del género humano, no se realizó sin la crucifixión del Salvador.

Desde entonces, los discípulos del Crucificado-resucitado experimentan gozo al compartir los sufrimientos del Señor. Cuando a los primeros apóstoles los azotaban y les prohibían difundir el Cristianismo, ellos salían del suplicio "contentos de haber sufrido aquel ultraje por el nombre de Jesús" (Hech. 5,41). Todos los apóstoles, excepto San Juan, fueron martirizados. Hubo muchos mártires durante los tres primeros siglos de la era cristiana. No iban al suplicio llorando o maldiciendo, sino cantando himnos de alabanzas. ¿Masoquismo? No, sino que la lúcida fe y el amor les absorbían el poderoso instinto de conservación, y les hacían sentirse felices al cruzar el umbral de la muerte hacia la vida eterna.
  
Con la paz constantiniana, año 313, se cierra la primera era de los mártires, y cobra fuerzas una nueva modalidad de santidad y de identificación con Cristo doliente, el monacato, primero eremítico o en soledad, y luego cenobítico o comunitario. Se vio como un sacrificio incruento, una crucifixión con los clavos de la pobreza, la castidad y la obediencia. Esa institución subsiste hasta nuestros días bajo el nombre de vida consagrada, y es fuente de felicidad para miles de cristianos(as). También el clero de rito latino vive gozosamente la cruz del celibato consagrado.

Siempre la Iglesia exhortó a sus hijos a ofrecer sus cruces en unión con Cristo por la salvación del mundo. Esa prédica cuajó en una corriente de espiritualidad bajo el nombre de Apostolado de la Oración. Surgió en Francia, año 1844, y se mantiene actual. Sus asociados comienzan el día con el ofrecimiento de obras. Ofrecen sus actividades y pasividades (sufrimientos) como aporte libre al sacrificio de Cristo que se perpetúa en la Eucaristía. Y también encomiendan las intenciones del Papa y de los obispos. Ese ejercicio del sacerdocio común es fuente de alegría y consuelo para tantas personas que sufren a causa de enfermedades, penurias económicas, pérdida de seres queridos y tantas contrariedades propias de "este valle de lágrimas". 

Sólo conduce a la infelicidad el sufrimiento al que no se le ve sentido.

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