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El anciano Zacarías, con esfuerzo ha subido los empinados escalones del templo. A él, un sacerdote rural y muy poco conocido en Jerusalén, finalmente le ha tocado en suerte ofrecer el incienso en el sacrificio de la tarde. No recordaba él una ocasión, ni un honor semejante a este. Entre tantos turnos diferentes y el gran número de los que ejercían el oficio sacerdotal, esta era una gran suerte. Una ocasión que a muchos les tocaba solo una vez en la vida y a otros nunca. Concentrado e impresionado por la grandeza y la belleza del lugar, intenta buscar en su mente las palabras rituales de rigor, pero una inesperada voz se lo impide: “No temas Zacarías”.

Lucas, el evangelista, quiso comenzar su relato de la infancia de Jesús con dos experiencias celestes, descritas en paralelo: la anunciación a Zacarías, en medio del esplendor solemne del Templo de Jerusalén y la de una humilde doncella, oculta en la paupérrima aldea nazarena. Un relato nos lleva al otro y ambos quedan enmarcados con elegancia y teológica delicadeza.

El ángel no ha ofrecido un saludo a Zacarías, porque, según la costumbre de entonces, este saludo debía iniciarlo el sacerdote, que el orden y el rango de honor ocupaba un lugar inferior al celeste mensajero. Dios le anuncia la anhelada fecundidad de Isabel, pero él no sólo lo considera improbable, sino además imposible, a causa de la avanzada edad de ambos. No ha tenido en cuenta que toda la historia de su pueblo está anclada en la promesa del Dios de Israel que hizo esperar al patriarca Abraham, contra toda esperanza humana posible, hasta que su fidelidad a toda prueba germinó en el hijo de la promesa, floreciendo en el vientre seco de Zara. Zacarías quedará mudo, un terrible castigo para un hombre porque pierde el mas importante signo social de la masculinidad: su elocuencia. De ahora en adelante otros tendrán que hablar en lugar suyo, tal como le sucede a las mujeres en Israel.

Como en una moderna secuencia cinematográfica, la escena nos lleva a la humilde cueva donde vive María, en Nazaret. Una aldea de poquísimas casas, la mayoría de ellas levantadas con muros de adobe y techos de ramaje; prácticamente un enclave  formado por familias de Judea venidas a Galilea en busca del trabajo que hay en abundancia en la cercana ciudad de Séforis, donde, en unas antiguas ruinas, Herodes el Grande intenta levantar una hermosa capital para su nuevo reino.  

En Nazaret la acción es muy diferente, porque esta vez es el ángel Gabriel quien inicia el saludo. El honor ante Dios que tiene esa joven mujer es superior al de toda criatura, incluidas las celestiales. Lucas nos presenta un diálogo asombroso para el lector de la época, no solo porque es el ángel quien inicia el saludo, sino porque éste se dirige nada menos que a una mujer, que nunca debían ser saludadas en Israel, y  porque además no emplea el tradicional “Shalom”, sino aquella forma que se empleaba sólo para dirigirse  a la madre del Rey, y que traducimos como “Dios te Salve” . Tan raro le resulta esto a María, que se pregunta admirada el significado de semejante saludo.

A diferencia de Zacarías, que no ha creído, María se fía totalmente de la Palabra de Dios que le ha llegado por medio del ángel, aunque apenas logre entender todo el alcance de lo que ha sucedido. Ella, que no es experta en teología, como Zacarías, si está plenamente convencida de que para Dios no hay nada imposible. Ante la propuesta del ángel, que no le ha dado demasiadas explicaciones, acepta con firmeza y su respuesta según el sentido típico del mediterráneo significa:  “Como tú quieras”.

La virgen, ahora encinta, se marcha a las montañas de Judea para acompañar los últimos meses del embarazo de su anciana parienta y verificar, como se esperaba que lo hiciese, el signo que Dios le ha ofrecido. Allí  se escuchará la primera bienaventuranza que resuena en todo el evangelio lucano: “¡Dichosa tú que has creído!”

Los relatos de la infancia sitúan a María abriéndose paso entre el asombro y la meditación interior. De esta manera los evangelistas nos la presentan como el perfecto modelo del creyente, de aquel que sin entender apenas el rumbo de los planes de Dios, los acepta y medita sobre ellos una y otra vez, convencido de que todo lo que viene de Dios es bueno y conveniente. Mateo, al narrar la estelar aventura de los magos en busca del rey de los judeos,  describe emocionado como, al entrar estos en la casa “vieron al niño con su madre, María”. Una auténtica  escena de realeza,  porque para el mundo bíblico. la reina era la madre del rey y no su esposa.  Así los magos de Oriente, al encontrar y venerar al rey de Israel, lo contemplan sentado en el regazo de su madre, la reina. 

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