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Columns | Friday, October 19, 2018

Basta de indignaci�n: Que la santidad sea el modelo

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En los últimos días y semanas, hemos sido testigos de una lucha mientras el Senado de los Estados Unidos ejercía su deber constitucional de dar “consejo y consentimiento” a un candidato a la Corte Suprema. Nuestra nación y nuestro Estado se preparan ahora para las elecciones intermedias. Como ciudadanos, ejerceremos nuestro derecho a votar: un derecho que debemos ejercer concienzudamente, con miras al bien común y la defensa de la dignidad de la persona humana.

Al mismo tiempo, la Iglesia Católica de nuestro país ha sido objeto de un mayor escrutinio. Este verano, el Informe del Gran Jurado de Pensilvania sobre los casos históricos de depredación por parte de algunos clérigos contra los jóvenes, junto con las secuelas del desafortunado caso del otrora Cardenal McCarrick y el “testimonio” del ex Nuncio que implica al Papa en haber ignorado las pruebas sobre los abusos de McCarrick, han creado una “tormenta perfecta”, reabriendo las heridas que muchos pensaban que habían sido cauterizadas en 2002, cuando los obispos adoptaron una política de “tolerancia cero” hacia quienes abusaran de menores y adultos vulnerables.

El Informe del Gran Jurado, sin embargo, reconoció que desde 2002 sólo unos pocos sacerdotes han delinquido. Nuestras políticas de tolerancia cero y ambiente seguro están funcionando, y confío en que la “investigación” recientemente anunciada por el procurador general de La Florida lo demuestre aquí, en la Arquidiócesis de Miami. Pero la ira, especialmente hacia el liderazgo de la Iglesia, que en el pasado no abordó adecuadamente el abuso, muestra que 2002 llegó demasiado tarde para demasiadas víctimas.

Nuestra nación y nuestra Iglesia están viviendo tiempos difíciles. Algunos han descrito nuestros tiempos como no tanto una era de cambio, sino como el cambio de una era. Uno de los signos de los tiempos es que todas las instituciones de la sociedad están siendo cuestionadas. Ciertamente, en los últimos años, estas instituciones se han visto socavadas en un grado u otro debido a la corrupción y la codicia, y por el abuso de la autoridad y el poder. Las posiciones de servicio se convierten en instrumentos de ganancia personal. Lo vemos en la política, lo vemos en el mundo académico, en los medios de comunicación, en el mundo del entretenimiento y en los negocios; trágicamente, también lo hemos visto en la Iglesia.

Por estas razones y otras que aún no han sido bien articuladas, muchas personas son cada vez más adictas a la “indignación”. De hecho, la Internet y las noticias por cable apoyan a toda una industria dedicada a la “indignación”, que podría definirse como una conversación diseñada para provocar respuestas emocionales: ira, miedo, indignación moral, entre otras. Esta “industria de la indignación” se sustenta en la generalización excesiva, en el sensacionalismo, en la información inexacta y los ataques “ad hominem”. La investigación de oposición diseñada para descubrir la suciedad de un oponente es vista como una táctica legítima en el “deporte de contacto” que es la política actual. Los “bloggers” utilizan la “indignación” como cebo de entrada, y quienes hablan en la televisión por cable la explotan como una estrategia para aumentar las audiencias, y por lo tanto sus ingresos publicitarios.

El debate y la discusión se reemplazan con polémicas estridentes, polémicas que generan poca luz pero mucho calor, lo que alimenta aún más la indignación. Esto sólo agrava la polarización que nos ha dividido como nación y como Iglesia.

Pero si nos dejamos cegar por la indignación, la justicia ya no prevalecerá. Si descartamos el debido proceso, entonces, inevitablemente, nos superará un tribalismo despistado. La Constitución de los Estados Unidos reconoce los derechos del individuo a procurar reparaciones por sus reclamaciones, al tiempo que afirma la presunción de inocencia. Estos principios sostienen nuestro sistema de justicia estadounidense, basado en el debido proceso. Como estadounidenses, nos regimos por la ley, no por déspotas ni por turbas. En los Estados Unidos, valoramos la equidad y, por lo tanto, debemos rechazar a quienes pondrían sus pulgares sobre las escalas de la justicia para promover sus propios intereses. En un mar de relativismo moral, las personas se sienten a la deriva, y ésta es quizás la razón de su indignación, que a menudo es una proyección de sus temores.

Como nación, necesitamos volver a comprometernos con una verdad común “derivada de las Leyes de la Naturaleza y del Dios de la Naturaleza”, como se expresa con elocuencia en la Declaración de Independencia. Cuando una democracia se basa en el relativismo moral y cuando considera que todos los principios o valores éticos son negociables (incluido el derecho fundamental a la vida de todo ser humano), ya está —y a pesar de sus reglas formales— en camino al totalitarismo. El “poder de lo correcto” se convierte rápidamente en “el poder hace lo correcto”.

Como católicos, debemos volver a comprometernos con los altos estándares ordinarios de la vida cristiana. Hoy, la herida mayormente autoinfligida del escándalo del abuso clerical ha dañado la credibilidad de la Iglesia y ha silenciado su voz moral, además de haber marcado a demasiadas víctimas. Sin embargo, aunque reconocemos nuestro pecado y nuestros fracasos, nuestro bautismo nos pide que busquemos la santidad al dar testimonio del Evangelio “cuando sea oportuno y aun cuando no lo sea”. Al vivir el Evangelio de manera coherente, como ciudadanos fieles y llenos de fe, los católicos de los Estados Unidos podemos hacer nuestra contribución al bien común, siendo modelos de todo lo que debe ser un mundo reconciliado y reconciliador.

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