By Jose Antonio Varela Vidal -
Meses atrás, un sacerdote que supera los 70 años, fue enviado otra vez a la parroquia de sus amores, aquella que lo albergó desde que era más joven. Experimentó la ilusión de quien retorna a casa y encuentra a sus hijos crecidos. Sin embargo, además de asumir como párroco en una ceremonia sin feligreses ni con el obispo que le entregara las llaves, se encontró con los estragos de la pandemia COVID-19. Entre ellos el templo cerrado, casi tapiado.
Entretanto, le llegó como a muchos el documento sobre la parroquia, elaborado por la Santa Sede, donde los términos “conversión pastoral” y “cambio de estructuras” atraviesan no solo el texto, sino que traspasan el corazón de todo pastor que se precie de serlo.
Rejuvenecer las parroquias
El documento al que nos referimos líneas arriba es la Instrucción “La conversión pastoral de la comunidad parroquial al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia”, publicada el 29 de junio último por la Congregación para el Clero del Vaticano.
Es una clara enseñanza que, sin ambigüedad, llama a “rejuvenecer” el rostro de la Iglesia. Por ello convoca a obispos, párrocos, consagrados y al pueblo de Dios a un “discernimiento comunitario” que los lleve a renovar su dinamismo. Para alcanzar esto, se deben analizar “las variaciones culturales y la cambiante relación con el territorio”.
El texto despierta la conciencia de que la parroquia ha dejado de ser “el lugar primario de reunión y de sociabilidad”, y de que en ocasiones es solo una “repetición de actividades sin incidencia en la vida de las personas concretas (y) una burocrática organización de eventos u ofrecimiento de servicios”.
Con el fin de superar esta realidad y alcanzar nuevas metas urgentes, se pide “diversificación, relaciones fraternas y abiertas y una mayor aproximación de un Cristo vivo a las nuevas formas de pobreza”. Es lo que ya se viene entendiendo mejor como la “Cultura del encuentro”, tan querida por el Papa Francisco.
La instrucción advierte que en esta renovación se debe custodiar la centralidad de la enseñanza de la Palabra de Dios, la celebración del misterio eucarístico y el testimonio de la caridad. Lo que se busca también es que el proceso de iniciación cristiana sea un camino sin interrupción, con una catequesis que acompañe “el permanente seguimiento de Cristo”.
Cambio de mentalidad
El documento advierte que para evitar “traumas y heridas”, el proceso de reestructuración de las comunidades parroquiales se debe hacer con “flexibilidad y gradualidad”, sin forzar los tiempos; pero tampoco con criterios genéricos “elaborados en un escritorio” o “impuestos por el párroco”.
Para convocar a esto, se insiste en que el párroco y los vicarios hagan un discernimiento que les permita reconocer las distintas vocaciones y ministerios que Dios ha otorgado a los fieles, y así asegurarles un espacio de participación.
Como parte de esta “conversión pastoral” propuesta, se incide en la gratuidad de los servicios que ofrece la parroquia, la cual tiene el deber de “no negociar con la vida sacramental”, evitando así que las acciones ministeriales “están sujetas a tarifas”.
Sin embargo, el texto reconoce que el pueblo de Dios debe contribuir a sustentar las necesidades de la Iglesia con responsabilidad. Por ello, el párroco está llamado a educar a los fieles para descubrir “diversas formas de ayuda y solidaridad”, de manera que la parroquia pueda llevar a cabo “con libertad y eficacia, su servicio pastoral”. En esto el diezmo, con sus diferentes modalidades, proporciones y realidades, podría dar estabilidad aún en tiempos de catástrofes, como lo es la actual pandemia.
Con el fin de crear un clima de confianza, la instrucción hace un llamado también a los presbíteros, para que demuestren “un ejemplo virtuoso en el uso del dinero, tanto con un estilo de vida sobrio y sin excesos en el plano personal, como con una gestión de los bienes parroquiales transparente y acorde a las necesidades reales de los fieles, sobre todo los más pobres y necesitados”.
Ministros de la renovación parroquial
Con referencia al párroco, se establece desde el principio que debe ser un ministro ordenado en el presbiterado. Es decir, no puede ejercer esa función ni un diácono, tampoco una religiosa o un laico. También se refiere al vicario parroquial o colaborador del párroco, al cual se le puede confiar un sector específico de la pastoral como son los jóvenes, ancianos, enfermos, asociaciones, cofradías, formación y catequesis, entre otros.
A los diáconos permanentes se les reconoce como colaboradores del obispo y, por lo tanto, son ordenados por este para el servicio de la Palabra y del altar, así como para el servicio a los pobres y siempre en una parroquia específica.
El escrito de la Santa Sede ha reconocido la participación de las personas consagradas y de los laicos, como “una síntesis armónica de carismas y vocaciones” en la vida parroquial. En el caso de las primeras, destaca su presencia como una manera “integrada” de participar en la comunidad parroquial, lo que les permite dar “testimonio de un seguimiento radical de Cristo”. Seguido de esto, pueden desarrollar acciones conforme a su propio carisma, tales como la catequesis, los jóvenes y los enfermos, así como el ejercicio de la caridad.
La otra invitación a consagrados y laicos, es a “asumir compromisos que les corresponden, al servicio de la comunidad parroquial”. Junto a la tarea de catequistas o ministros extraordinarios de la eucaristía, pueden ser instituidos lectores o acólitos, mediante un rito litúrgico propio.
Sumado a esto, el obispo puede confiar a los fieles laicos algunos encargos por excepción, bajo la guía del párroco. Nos referimos a la celebración —en ausencia del sacerdote—, de una liturgia de la Palabra en los domingos y fiestas de precepto, con prédica si fuera necesario. Así como la administración del bautismo, la celebración del rito de las exequias e incluso la asistencia a los matrimonios.
Cuidar la economía y los bienes
Se lee hacia el final —y no por ello menos importante—, una serie de precisiones acerca del denominado “Consejo parroquial de asuntos económicos” y el “Consejo parroquial pastoral”.
Sobre el primero, el texto explica que su función principal es “gestionar los bienes parroquiales”, que no son del párroco ni menos aún de los fieles laicos. A esta tarea se añade el deber de “hacer crecer la cultura de la corresponsabilidad, la transparencia administrativa y la ayuda a las necesidades”.
En el caso del consejo pastoral, se ratifica su condición de “órgano consultivo, representativo de la comunidad”, comprometido con ella, y con el claro “derecho-deber de expresar su parecer a los pastores y también comunicarlo a los otros fieles”.
Dado que el consejo pastoral debe “buscar y estudiar propuestas prácticas, en orden a las iniciativas pastorales y caritativas relacionadas con la parroquia”, el documento advierte que el párroco no debe convocarlo “solo para presentar decisiones ya tomadas, o sin la debida información previa”.
Todo esto, según la instrucción vaticana, evitará que la “histórica institución parroquial” sea “prisionera del inmovilismo” o de la amenazadora “repetitividad pastoral”. Para evitarlo, y en sintonía con el Papa Francisco, la parroquia debe activar aquel “dinamismo en salida”, propio de su misión evangelizadora. No hay otra opción.
Periodista peruano
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