By Archbishop Thomas Wenski - The Archdiocese of Miami
El Arzobispo Thomas Wenski ha pedido que se publique de nuevo esta columna, “en vista de las noticias tristes y vergonzosas sobre casos de abuso histórico en Pennsylvania”. La columna se publicó originalmente en la edición de mayo 2018 de La Voz Católica. Para más información sobre el reporte del gran jurado, oprima aquí.
La iglesia es santa. Ésta es una proposición “de fide” que se encuentra en los antiguos credos de la Iglesia, a los que los católicos debemos dar el asentimiento de la fe. La Sagrada Escritura también atestigua la santidad de la Iglesia: San Pablo, al escribir sobre la Iglesia, dice cómo “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga manchas ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada”. (Efesios 5: 25-27).
La Desposada de Cristo —como la Madre del Verbo Encarnado—, también está “llena de gracia” en vista de los méritos de Jesucristo, el Salvador de la raza humana. De hecho, los atributos o títulos de la Virgen María también se pueden aplicar fácilmente a la Iglesia. Por esta razón, en la teología católica, la mariología es una imagen que refleja la eclesiología, lo que quiere decir que aprendemos lo que significa ser “iglesia” desde María.
Que la Iglesia es santa, sin embargo, parece estar en contradicción con una historia de pecados. En vísperas de su elección como Papa, el Cardenal Ratzinger denunció la “inmundicia” que se encuentra dentro de la Iglesia, y luego, como Papa Benedicto XVI, subrayó que, cuando el “mundo nos recuerda nuestros pecados”, la respuesta adecuada no es la negación sino el arrepentimiento.
Por lo tanto, afirmar que la Iglesia es santa no es argumentar que todos sus miembros son santos por esta razón. La historia de la Iglesia y nuestra experiencia diaria dan amplia evidencia de la pecaminosidad de los miembros del cuerpo de Cristo. Pero, ¿debería sorprendernos que una Iglesia que Jesús fundó para salvar a los pecadores encuentre en sus filas a pecadores? Sin embargo, el hecho de que muchos miembros del Cuerpo de Cristo no vivan coherentemente la Fe que profesan, se convierte en un testimonio contra el Evangelio. Este vivir en contradicción con Dios por parte de quienes profesan creer en Él, ha abierto la puerta a la incredulidad en nuestro mundo. Para algunos, tales escándalos son excusas convenientes para abandonar la Iglesia. Para otros, los pecados cometidos por miembros de la Iglesia son un obstáculo aparentemente insuperable que les impide ingresar en su seno.
Durante el gran Año Jubilar de 2000, San Juan Pablo II, a pesar de la no poca oposición de algunos de sus asesores más cercanos, pidió una “purificación de la memoria”. Besando una imagen del Cristo crucificado, se disculpó públicamente y pidió perdón por los pecados cometidos en nombre de la Iglesia por algunos de sus miembros. Y más recientemente, el Papa Francisco, en una carta sin precedentes dirigida a los obispos de Chile, admitió “graves errores en la evaluación y percepción” del abuso sexual clerical, y pidió perdón “a quienes he ofendido”.
Jesús habló en parábola sobre el trigo y la cizaña que crecen juntos hasta el tiempo de la cosecha (Mt. 13: 24-30). Así que, aunque haya pecadores en la Iglesia, aún así proclamamos que ésta es, a pesar de todo, santa.
Precisamente porque es santa, la Iglesia es el refugio de los pecadores, ya que en su abrazo materno los pecadores pueden encontrar sanación y perdón. La santidad de la Iglesia no depende de la suma de santidad acumulada por sus miembros. Lo que hace que la Iglesia sea santa es más bien la presencia permanente del Espíritu Santo en ella, que Jesús ha dado a la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Este Espíritu Santo y sus dones hacen que la Iglesia sea santa y que, por medio de los frutos del Espíritu Santo producidos en las vidas de los fieles, Dios continúe renovando la faz de la tierra.
Así como Eva fue sacada de la costilla de Adán y dada a él como esposa, la Iglesia, la Santa Desposada de Cristo, nació de la sangre y el agua que fluían del costado traspasado del Señor Crucificado. Esa sangre y agua representan la vida sacramental de la Iglesia, por medio de la cual podemos crecer en santidad.
Durante este mes de mayo, el mes de María, le pedimos a la que está “llena de gracia” y es la “Madre de la Iglesia”, que los pecadores que recurrimos a su intercesión seamos dignos de las promesas de Cristo.
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