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Columns | Monday, August 02, 2010

No nos sometamos a la �mentalidad de la guerra total�

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En este agosto se conmemora el 65to aniversario del rendimiento de Japón y del fin de la Segunda Guerra Mundial. Como americanos, podemos sentirnos orgullosos de nuestra defensa exitosa contra las graves amenazas que presentaban las fuerzas del Eje a la humanidad. Recordamos el valor y los sacrificios de todos los soldados y los civiles que pelearon por una causa que era absolutamente justa. Murieron muchísimos, y los sobrevivientes se convirtieron en la “gran generación” que enfrentó la amenaza del comunismo en la Guerra Fría, a la vez que construía una nación de una prosperidad sin precedentes.

Sin embargo, en este mes también se conmemora el aniversario de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Estados Unidos fue la primera nación, y confiamos que la última, en utilizar armas nucleares en la guerra. Después de todos estos años, eso es motivo para la introspección. A pesar de que nuestra causa era justa – y quizás dichos bombardeos aceleraron el fin de la guerra – los ataques indiscriminados y desproporcionados sobre estas dos ciudades violaron las normas fundamentales de la moral, a saber, que una finalidad noble no justifica medios nefastos.

Como lo enseñó el Vaticano II, “toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones” (Gaudium et Spes 80). Al igual que los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, el bombardeo japonés de ciudades chinas en la década de 1930, los ataques terroristas alemanes en Londres y Coventry, al igual que los bombardeos aliados de Dresden, Hamburgo y Tokio, no distinguieron entre civiles y combatientes. Todos fueron producto de una “mentalidad de guerra total” y representaron el abandono de nuestra tradición cristiana, que insiste en que la guerra justa debe estar limitada tanto en su fin como en sus medios. El hecho de que nuestros adversarios no respetaron estos mismos principios, no nos liberó a nosotros de la responsabilidad de hacerlo.

Hoy, tras el colapso de la Unión Soviética, se ha evaporado la amenaza de la aniquilación nuclear mundial que definió a la era de la posguerra. Sin embargo, han surgido nuevas amenazas. La actual Guerra contra el Terrorismo nos tiene ocupados con un enemigo poco convencional, de una “mentalidad de guerra total” que no reconoce límites morales. La posibilidad de que estos grupos terroristas o regímenes parias como Corea del Norte utilicen armas de destrucción masiva, nos mantiene comprensiblemente preocupados, aunque las fuerzas de la coalición continúen pacificando a Irak y Afganistán.

Mientras respondemos a las amenazas del presente, debemos recordar las lecciones del pasado y rehusar a someternos a la “mentalidad de la guerra total”. Tenemos el derecho a defendernos contra el terrorismo. Pero es un derecho que, como siempre, debe ejercerse con relación a los límites morales y legales, al escoger los fines y los medios.

Hace 15 años, el Papa Juan Pablo II dijo que “la Segunda Guerra Mundial es un punto de referencia necesario para todos aquellos que desean reflexionar en el presente y en el futuro de la humanidad”. Sesenta y cinco años después de Hiroshima y Nagasaki, podemos reconocer cómo el crecimiento de las tecnologías de la violencia hace muy poco por la seguridad de las naciones y de los pueblos. No se pueden satisfacer los anhelos por la paz a través de carreras armamentistas o almacenando arsenales de armas cada vez más mortíferas.

Este mes, hace 65 años, finalizó la Segunda Guerra Mundial. El mundo libre celebró el Día V-J exhausto pero esperanzado en que se podría forjar una nueva paz. Hoy debemos recuperar aquella paz, y atrevernos a orar por la paz en la Tierra.

A sólo semanas después de aquel fatídico 11 de septiembre de 2001, el Papa Juan Pablo II nos exhortó:
“Orar por la paz significa abrir el corazón humano a la irrupción del poder renovador de Dios. Con la fuerza vivificante de su gracia, Dios puede abrir caminos a la paz allí donde parece que sólo hay obstáculos y obstrucciones; puede reforzar y ampliar la solidaridad de la familia humana, a pesar de prolongadas historias de divisiones y de luchas. Orar por la paz significa orar por la justicia, por un adecuado ordenamiento de las Naciones y en las relaciones entre ellas. Quiere decir también rogar por la libertad, especialmente por la libertad religiosa, que es un derecho fundamental humano y civil de todo individuo. Orar por la paz significa rogar para alcanzar el perdón de Dios y para crecer, al mismo tiempo, en la valentía que es necesaria en quien quiere, a su vez, perdonar las ofensas recibidas.”

Comments from readers

A. G. Mendive - 08/07/2010 10:03 PM
I would strongly suggest reading "Why Truman Dropped the Bomb" an article written by Richard B. Frank, the author "Downfall: The End of the Imperial Japanese Empire". The article was published on August 8th 2005 in the "Weekly Standard" magazine and contains information both from U.S. and Japanese sources which are vital to forming an opinion or making a moral judgment in this particular case.
For example as stated in part of the article "Several American historians led by Robert Newman have insisted vigorously that any assessment of the end of the Pacific war must include the horrifying consequences of each continued day of the war for the Asian populations trapped within Japan's conquests. Newman calculates that between a quarter million and 400,000 Asians, overwhelmingly noncombatants, were dying each month the war continued."






Paul Schlachter - 08/02/2010 11:44 AM
Thank you for your measured words and your appeal to all of us to pray for world peace.

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