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Mi esposa Kate y yo nos sentamos nerviosos en la oficina de exámenes de nuestro hospital local. Ella tenía 11 semanas de embarazo con nuestro quinto bebé. Esperábamos que fuera un chequeo de rutina, pero recibimos la devastadora noticia de que el médico no pudo encontrar los latidos. En nuestros 10 años de matrimonio, nunca tuvimos dificultades para concebir o completar un embarazo. Nuestras niñas —de 10, 8, 6 y 3 años de edad en aquel tiempo— habían nacido sanas, así que la noticia fue un golpe duro.

Semanas antes, mi reacción inicial a la prueba positiva de embarazo había sido una mezcla de anticipación y un poco de preocupación. Como católicos practicantes, sabíamos que los hijos son una bendición, pero también sabíamos que con toda bendición llega el sacrificio. Pensé en nuestras noches en vela, la alimentación constante, la aparentemente interminable cantidad de pañales, y la carga económica que caería sobre nuestra familia.

Sin embargo, según comenzamos a acostumbrarnos a la noticia de un nuevo bebé, esas preocupaciones se convirtieron en anticipación y alegría. Pensé que tal vez este sería el niño que mi anciano padre siempre esperaba. Después de todo, me pusieron su nombre, el hijo de la cuarta generación que recibía ese honor. ¡Un hijo sería el quinto Juan Ignacio! Además, mi padre siempre mencionaba el antiguo dicho cubano de que cada niño viene con un pan bajo el brazo. Sabíamos por experiencia que Dios siempre provee. Por su parte, nuestras cuatro hijas comenzaron a jugar a quién encontraría el nombre perfecto si resultaba ser una hermana.

Tras recibir la triste noticia, mi hija de 8 años, Jacqueline, fue quien forzó las preguntas: “Papá, ¿podemos enterrarle? ¿Podemos abrazarle? ¿Le podemos ver? ¿Es un niño o una niña?” Yo no sabía qué decir, pero con esas preguntas se inició un proceso de sanación que nunca pude haber imaginado.

Nos dimos cuenta de que un aborto involuntario es tan natural como el parto. Es cierto que habíamos conocido a muchos que habían sufrido esa pérdida, múltiples veces. Aun así, como en la mayoría de las tragedias, no se puede entender lo que se siente hasta que le sucede a uno. Mientras esperábamos en el hospital para un procedimiento, sentimos el dolor de saber que sólo unos pocos años antes se habían celebrado los nacimientos de nuestras hijas en el mismo hospital. Le mencioné a Mary Kate lo extraño que era pensar que tomarían a nuestro pequeño bebé y lo desecharían en un laboratorio de patología. El médico nos aseguró con buena intención que era una práctica común. “No piensen en eso”. Pero la idea no nos agradaba.

Mi esposa mencionó que una amiga suya había oído hablar de una funeraria local que enterraba a los bebés nacidos de abortos no provocados. Llamé y me contestó una persona cálida y compasiva que me expresó sus condolencias y ofreció ayudarnos. Cuando pregunté por el costo, dijo que no cobran, y que ofrecen los entierros como servicio a las familias en duelo. También dijo que había un lote en el cementerio católico adyacente donde nuestro bebé podría ser enterrado en un jardín de flores sin marcar. ¡Qué hermoso consuelo fue para nosotros!

Cuando Mary Kate salió del hospital, continuamos con los preparativos del funeral. La funeraria buscó el cuerpo del bebé a la semana siguiente, según lo prometido. Llamé al párroco local para preguntar si podía hacer algunas oraciones junto a la tumba, y para mi sorpresa, ofreció celebrar una misa de cristiana sepultura. No sé muy bien por qué, pero me sentí un poco avergonzado por eso. No queríamos dramatizar demasiado nuestra pérdida, pero tampoco queríamos pretender que no había sucedido.

Alrededor de ese tiempo, recibimos una llamada de una amiga que años antes había tocado en nuestra boda. Nos dijo que se había enterado por el ministro de música de la parroquia que tendríamos una misa fúnebre para nuestra bebé y se ofreció para tocar el arpa.

“Parece que todo este proceso está cobrando vida propia”, comenté. “Es como si nuestro bebé estuviera orquestando esto desde el cielo”. Nuestra amiga arpista luego llamó para decir que su hermana, que sabíamos que tenía una voz angelical, quería acompañarla en la misa.

Los días previos al funeral fueron fríos y lluviosos, típicos de finales del invierno en Filadelfia. Pero ese sábado estuvo soleado y extraordinariamente templado. Todos nos reunimos en la iglesia; mi esposa, hijas y yo vestimos nuestros mejores atuendos. Nuestras familias y amigos también estuvieron allí para apoyarnos. En el pasillo central delantero había una pequeña caja de mármol que contenía el cuerpo de nuestro bebé. El párroco entró desde la sacristía, quemando incienso y ofreciendo la homilía más tierna sobre el valor de toda la vida, incluso de una tan pequeña.

Una nube de fragancia se elevó en la iglesia y me sentí lamentando la pérdida del niño que nunca conoceríamos en esta vida. La música del arpa y el canto dulce llenó la iglesia. Mis hijas habían completado su rol al elegir el nombre: Alex. Habían llegado a la conclusión de que, de esa manera, “podía ser el nombre de un niño o una niña”.

Después de la bendición final, levanté la pequeña caja y todos nos dirigimos al cementerio, donde se había preparado un hoyo pequeño. Con las oraciones finales, y rodeado por el amor de tantas personas, enterramos a nuestra bebé, sabiendo que le habíamos dado la dignidad y el amor que tanto merecía. Salimos ese día agradecidos por la bondad que se nos demostró, y sabiendo que nuestra bebé estaba en paz con el Señor.

Recordé las palabras de nuestro Salvador: “Le presentaban también los niños pequeños para que los tocara, y al verlo los discípulos, les reñían. Mas Jesús llamó a los niños, diciendo: ‘Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan; porque de los que son como éstos es el Reino de Dios’”. (Lucas 18:15-17)

Nota: El Diácono James Dugard, del ministerio arquidiocesano del Respeto a la Vida, ha comenzado un apostolado para quienes sufren la pérdida de un niño, incluso por un aborto involuntario. Para más información, pueden escribirle a [email protected].

Comments from readers

Fransis Mendez - 05/06/2019 03:34 PM
No pude dejar de recordar a mi pequeña Isabella, hoy tendrá 6 años. Viví una situación similar,,con la diferencia que yo no tenía más hijos , ella ha sido mi único embarazo y falleció en mi vientre a los 6 meses . Solo quiero mencionar lo importante de poder darle sepultura a nuestros bebés no natos, es allí donde comienza el proceso de sanacion. Estas pérdidas, son inolvidable, pero aceptarlas con fe son un paso para nuestro crecimiento espiritual y saber que pudimos darle ese adiós digno , es un regalo para ellos y sobre todo para nuestras familias. En Chile, donde viví esta experiencia , existe un programa católicos llamado “Dignifica” , fue creado por San Alberto Hurtado y es ofrecido como alternativa a las mamás que pierden niños antes de nacer . Gracias a Dios fue mi elección y mi bebe Isabella, tuvo su bautismo y su ceremonia junto a otros 4 bebes , antes de ser colocados en el cementerio , donde podía visitarla y llorar hasta que Dios convirtió ese llanto en sanacion y conversión . Ojalá todas las familias que tienen estas pérdidas puedan darle una sepultura digna. Gracias Señor por tanto Amor.

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