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Un niño ha nacido en la pobreza de Belén. Pero ese niño, envuelto en pañales y arropado entre los brazos de su amorosa madre, es el Dios Altísimo, el Verbo hecho carne, nuestra carne. Se humilló a sí mismo compartiendo nuestra humanidad para que pudiéramos participar de su divinidad. Este es el misterio que celebramos en esa Noche Sagrada, en esa Noche de Paz en que Dios se hizo uno de nosotros, para que pudiéramos estar con él, y llegar a ser como él.

Este misterio no es sólo un suceso ocurrido hace mucho tiempo, sino también una realidad presente. En cada Misa, durante la preparación de las ofrendas, el sacerdote o el diácono vierte el vino en el cáliz y luego agrega una gota de agua. Mientras lo hace, reza en silencio: “Que por el misterio de esta agua y este vino podamos llegar a compartir la divinidad de Cristo, que se humilló para compartir nuestra humanidad”.

El Papa Benedicto XVI dijo en su primera Navidad como Papa: “La manera en que (Jesús) nos muestra que Él es Dios desafía nuestro modo de ser humano. Al llamar a nuestra puerta, nos desafía a nosotros y a nuestra libertad; nos llama a examinar la forma en que entendemos y vivimos nuestras vidas”.

Cristo es la Luz del Mundo. Sin esa luz, que hemos recibido por medio del don de la fe, no podemos comprender a Dios y su designio de amor por nosotros, ni podemos comprendernos verdaderamente a nosotros mismos, quiénes somos, por qué somos y por qué estamos. Hace 50 años, los Padres del Concilio Vaticano II enfatizaron esto: “Es sólo en el misterio del Verbo hecho carne donde el misterio de la humanidad se hace verdaderamente evidente”. (Gaudium et Spes, nº 22.)

El mundo de hoy necesita de esa luz más que nunca: porque sin esa luz no sabemos cómo vivir, no sabemos cómo ser humanos. Sin esa luz, podemos llegar a ser como el personaje de Scrooge en la famosa novela de Dickens, que piensa que el valor y la dignidad de las personas se miden por lo que tienen y no por lo que son: criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios. Sin esa luz, podemos llegar a ser como Herodes, que creía —al igual que muchos de los reyes y gobernantes de este mundo siguen creyendo hoy— que el poder hace el derecho. Herodes masacró a los Santos Niños Inocentes en un vano esfuerzo por promover sus propios intereses. Sin esa luz de Cristo, la gente de hoy pisotea los derechos de los más vulnerables, de los débiles, de los pobres, sacrificándolos en el altar de la conveniencia, en aras de su propia autoindulgencia. Sin esa luz de Cristo, la de ese mismo Niño Jesús que en brazos de su madre y bajo la protección de su padre de crianza, José, entró en Egipto como un inmigrante sin rostro y sin documentos, no veremos nunca al otro, al necesitado, como un hermano o una hermana, sino sólo como una amenaza extranjera.

Los pastores vienen y lo adoran; los Reyes Magos también le ofrecen sus regalos y lo adoran. Estos invitados, reunidos en torno del pesebre, representan a toda la humanidad: a los pobres y los ricos, al sencillo y al sabio. Nosotros también estamos invitados a acercarnos al Niño que nos espera en el pesebre. Sus manos están extendidas y llegan a cada uno de nosotros. Él las extiende no para tomar nada de las nuestras, sino para darnos. Cristo extiende sus manos para abrazarnos a todos, y nos baña con su luz: Se convierte en uno de nosotros, y comparte nuestra humanidad para que podamos participar de su divinidad.

Durante este Año de la Fe, se nos recuerda que al creer en Jesucristo no perdemos nada que sea verdaderamente humano, sino que, por el contrario, lo ganamos todo.

Comments from readers

Nancy - 12/25/2012 08:16 PM
Merry Christmas Archbishop Wenski. God bless you and everyone in the ADOM. Thanks for the great Christmas reflection.
Joe - 12/24/2012 12:03 PM
Well said Archbishop. God is the source of all wisdom. Without God, we cannot have wisdom.

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