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Columns | Friday, November 21, 2025

Las leyes deben beneficiar a la humanidad, no perjudicarla

Columna del Arzobispo Wenski para la edición de noviembre de 2025 de La Voz Católica

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La deportación masiva de inmigrantes irregulares continúa intensificándose. Financiada generosamente por la recién aprobada “Big, Beautiful Bill” (“Gran Hermosa Ley), resulta cada vez más evidente que los objetivos de estas acciones de control migratorio no son solo los “delincuentes”, criminales que nadie quiere sueltos en nuestras calles, sino también personas trabajadoras y honestas, muchas de las cuales han vivido en este país durante décadas, pagando impuestos, criando familias y contribuyendo al bienestar de nuestra nación.

En la famosa novela Los miserables, escrita por Víctor Hugo en el siglo XIX (quizás más conocida por muchos en su versión musical moderna, Les Miz), el inspector Javert, impulsado por un legalismo excesivamente celoso, persigue implacablemente a Jean Valjean, quien pasó años en prisión por robar una hogaza de pan. Hoy, los Javerts modernos, empeñados en imponer un régimen migratorio deficiente e injusto, deportan a trabajadores agrícolas, de la construcción, de servicios y de la hostelería que se encuentran en situación migratoria irregular. Diversas figuras del gobierno y de los medios de comunicación avivan el resentimiento contra estos supuestos infractores de la ley, equiparándolos con terroristas que pretenden hacernos daño.

Deliberadamente describo a estos migrantes como migrantes “irregulares”, no como indocumentados o ilegales, ya que la mayoría posee algún tipo de documentación o incluso estatus legal, aunque sea temporal, y la mayoría no ha cometido ningún delito grave.

La justicia debe ser más que un cálculo frío e impersonal del estrecho legalismo de un inspector Javert. La justicia es, ante todo, una virtud. El Catecismo describe la virtud de la justicia como “la voluntad constante y firme de dar a Dios y al prójimo lo que les corresponde” (CIC 1807). En otras palabras, la justicia es la virtud por la cual nos volvemos hacia Dios y hacia los demás, para afirmar su dignidad fundamental y esforzarnos por actuar de acuerdo con su verdadero bien. Ser justo es ser una persona que se vuelve hacia los demás, viéndolos como Dios los ve, es decir, con una caridad perfecta e inquebrantable.

Hoy en día, muchos se ofenden por la defensa que hacen los obispos católicos de los migrantes irregulares. Sin embargo, al hacerlo, nos inscribimos en una orgullosa tradición moral que sostiene que las leyes positivas deben promover tanto el bien común como el bien del individuo en la sociedad. Esto es lo que Jesús quiso decir cuando afirmó que el sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado. Y, como se le atribuye a San Agustín: “Una ley injusta no es ley”, razón por la cual nosotros, una nación de leyes, podemos honrar a quienes las infringen, como los activistas del “Boston Tea Party” (El Té de Boston). El gobierno debe dejar de lado el "partido" y permitir que la digna rebeldía de Rosa Parks al infringir la ley toque su conciencia. Podemos ser una nación de leyes sin convertirnos en una nación de Javerts. Como Jesús les recordó a los fanáticos de su época, las leyes positivas, incluso la ley divina positiva como la observancia del sábado, están diseñadas para el beneficio, no para el daño de la humanidad.

El actual enfoque de "solo aplicación de la ley" agrava la polarización de nuestra sociedad y causa un daño irreparable a muchas familias, cuyos seres queridos son detenidos y, finalmente, deportados a países que, en muchos casos, ellos no conocen desde hace décadas. Y, en última instancia, no beneficiará a Estados Unidos. En lugar de limitarse a aplicar leyes de inmigración defectuosas, el gobierno debería trabajar con el Congreso para modificarlas.

Por eso, los obispos han abogado durante mucho tiempo por una reforma migratoria integral, que aborde la necesidad de una fuerza laboral legal, facilite la reunificación familiar y ofrezca una vía a la ciudadanía para quienes han residido y trabajado aquí. En Estados Unidos, a veces durante décadas. Además, los muros fronterizos también deberían tener puertas que permitan el flujo de inmigrantes legales.

La doctrina católica reconoce que las naciones tienen derecho a controlar sus fronteras, pero estas mismas enseñanzas instan a las naciones más ricas a ser generosas al admitir a quienes huyen de la persecución o buscan condiciones dignas de la vida humana. Estados Unidos ha demostrado tal generosidad en el pasado, y sin duda es capaz de seguir haciéndolo hoy.

 

“No es el Camino Americano”

(Inspirado en un artículo del Arzobispo Thomas Wenski en el Sun Sentinel)
 
Vinieron con sueños y manos cansadas,
sembrando futuro en tierras prestadas.
Campesinos, obreros, almas de acero,
levantando un país que no era el suyo,
entero.

Pero hoy las luces ya no iluminan,
sirenas rugen, familias caminan.
ICE golpea sin alma ni fe,
y el miedo despierta, preguntando: ¿Por
qué?

No son criminales a quienes persiguen,
son padres, madres que aquí siguen.
Los que cosechan, construyen y oran,
mientras los poderosos los ignoran.

La “Gran Hermosa Ley” siembra dolor,
mientras la justicia pierde su color.
Esa gente honesta, noble y sencilla,
hoy es tratada como semilla amarilla.

El Arzobispo lo dijo sin titubear:
“La justicia no puede ser tan fría al
juzgar.” No basta con leyes ni con castigar,
el alma de un pueblo se mide al amar.

Como Javert tras Jean Valjean,
el gobierno persigue sin compasión.
Por un pan, por un sueño, por un error,
se condena la vida y se mata el valor.

San Agustín lo gritó sin temor:
“Una ley injusta no tiene honor.”
Y quien calla ante el dolor ajeno,
se vuelve cómplice del veneno.

No más silencio, levanta la voz,
la verdad no sangra cuando habla Dios.
Ignorar la injusticia es darle poder
al mismo mal que nos hace caer.

Jesús no alzaría muros de acero,
lavaría los pies del jornalero.
Defendería al débil, al sin voz,
y uniría a su pueblo en nombre de Dios.

Despierta, América, llegó tu hora,
la fe no se vende, el amor aflora.
Habla, actúa, no mires atrás,
¡que el reino de Dios empieza en la paz!
Autor: Gustavo Martínez

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