By Mario Paredes - La Voz Catolica
En la suma de las dimensiones que somos como seres humanos, hay una, la más importante: esa que nos eleva por encima de la cotidianeidad, que nos libera de la materialidad tangible, perecedera y consumista postmoderna, que nos hace volar, que nos permite crear ideales y metas, soñar con utopías y a no resignarnos a la estrechez, precariedad y limitaciones de nuestro barro; se trata de la dimensión trascendente de la vida de cada ser humano.
Esta dimensión humana hace que el hombre tienda a la divinidad con anhelos de plenitud, de perfección, de infinitud, de eternidad y explica, además, que todos los seres humanos establezcamos, en el día a día de nuestras vidas o en acontecimientos especiales de nuestra existencia, relaciones con el Trascendente.
La manera de hacerlo es intentando comunicación con quien cada uno considera y confiesa como su Dios, su ser Trascendente, su Creador... Y, en general, este intento de comunicación se llama —en la mayoría de los sistemas religiosos de la humanidad— oración.
Para orar e intentar entrar en un diálogo con la Divinidad, los seres humanos usamos ritos, devociones, recitamos himnos, cánticos, etc. En general, usamos fórmulas tradicionales, social y culturalmente aprendidas, que —en español y en teología católica— llamamos REZAR, es decir: recitar... Y a rezar dedicamos espacio-tiempos de nuestra existencia.
Pero REZAR (recitar fórmulas, conversar con el Trascendente mediante ritos, devociones, etc.) es un instrumento que nos tiene que abrir y empujar a la ORACIÓN, es decir, a vivir una vida cónsona, acorde y coherente con nuestras confesiones de fe o religiosas, con aquello que creemos y profesamos.
Así, se puede rezar mucho y vivir vidas totalmente divorciadas de aquello en lo que creemos y de los valores humanos más fundamentales (como el amor, la paz, la justicia, la verdad, la libertad, la vida...), del mismo modo que se puede tener poco tiempo-espacio para rezar y, sin embargo, ser protagonistas y constructores de mejores relaciones humanas y de sociedades más fraternas y justas.
Los rezos, pues, son un instrumento y acompañamiento para una vida en ORACIÓN. Y mientras rezar es un asunto puntual y momentáneo en la cotidianeidad, la oración implica toda la vida del creyente, del ser que es religioso.
Rezar nos abre a una vida de oración, a aquello que es la voluntad profunda de Dios en el hombre: amar y servir. Rezar no es, entonces, un instrumento mito-mágico, un fetiche, un acto de magia para forzar la voluntad de la Divinidad y para que todo suceda según nuestras conveniencias, según lo queremos y según nuestros caprichos e intereses, casi siempre mezquinos.
Rezar está al servicio de la oración. Vale decir, las prácticas rituales y las devociones religiosas han de estar al servicio de vidas vividas profunda y honestamente de forma humana y humanizadora.
Cuando no se entienden los rezos como instrumentos y manifestaciones de una vida entera en oración, y la oración no se entiende como una vida que necesita y se manifiesta en los momentos — individuales o colectivos— de plegarias, lo que ocurre es un divorcio escandaloso entre la fe y la vida, entre las prácticas religiosas y nuestras prácticas cotidianas, entre lo que creemos y lo que vivimos, entre lo que profesamos y lo que practicamos.
La dolorosa y muy difícil coyuntura actual —por muchos temas y problemas— en la que vive hoy la humanidad, seguramente nos urge a todos a establecer más y mejores relaciones con el Trascendente, a más y mejores momentos de rezos y plegarias. Y, por estas mismas prácticas religiosas, ojalá nos sintamos más urgidos a vivir una vida en oración, haciendo la voluntad de Dios que —en todas las religiones— nos pide que nos amemos y sirvamos más los unos a los otros.
La construcción de un mundo mejor la delega Dios a la inteligencia y la libertad del hombre. Es falsa una experiencia religiosa en la que el ser humano, mediante ritos y devociones, no se hace responsable de la construcción de un mundo mejor. Es falsa y cínica una experiencia religiosa en la que el hombre pide a Dios hacer lo que es pura responsabilidad humana.
Que nuestra vida religiosa nos empuje a la construcción de un mundo mejor como voluntad de Dios en el hombre. Que recemos para vivir en oración, para amarnos los unos a los otros y que, viviendo en oración, amándonos y sirviéndonos, recemos los unos por los otros, por todas nuestras mejores intenciones y más profundas necesidades, y las de la entera humanidad.
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