Como ministro del gozo de Dios, me doy cuenta de que también estoy llamado a servir. El Evangelio de hoy se leyó en mi ordenación, y el versículo que aún me llama la atención es “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos”. Presento mi vida con dicha por cada uno de ustedes a los que llamo amigos, feligreses, familia y extraños, porque fui llamado a servirles a todos. Presento mi vida para que ustedes puedan conocer a Jesús y compartir Su gozo, Su amor, y Su presencia con el mundo entero.

Cuando era director de vocaciones, le decía a los seminaristas y a los candidatos que la Iglesia necesitaba una nueva clase de sacerdotes: sacerdotes que fueran alegres y valientes. Necesitamos sacerdotes que enciendan el mundo, que proclamen con audacia la verdad de Cristo sin importar las consecuencias, y que santifiquen el mundo con sus palabras y acciones. Pero la Iglesia también necesita laicos comprometidos que sean alegres y valientes. Atravesamos tiempos difíciles y debemos tener la valentía de apoyar a nuestros sacerdotes sobre las verdades que Cristo nos enseñó y a propagar el gozo de Cristo a un mundo destrozado. Como sacerdote, estoy llamado a santificarles para que ustedes, a cambio,  puedan llevar ese gozo y esa santidad al mundo.

Son diez años de servicio, y me doy cuenta de que apenas comienzo a entrar en calor. Diez años de resultados que veo aquí, frente a mí y a los demás quienes, por medio de la gracia de Dios, han recibido frutos de este siervo imperfecto, de manera imprevista. Aun después de todo este tiempo, es un honor acercarme al altar para compartir el pan y la presencia viva de Cristo con todos ustedes. No hay mejor aventura que el sacerdocio. No hay una vida mejor. Y en este día, les doy las gracias por permitirme servirles, absolverles, alimentarles, predicarles, ungirles y amarles, y por permitirme simplemente ser su sacerdote.