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Columns | Monday, September 18, 2017

Meditaci�n del Arzobispo Thomas Wenski tras el Hurac�n Irma

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Fotografía oficial del Arzobispo Thomas Wenski después de tomar posesión de su cargo como Arzobispo de Miami, en junio de 2010.

Fotógrafo: COURTESY PHOTO

Fotografía oficial del Arzobispo Thomas Wenski después de tomar posesión de su cargo como Arzobispo de Miami, en junio de 2010.

Los huracanes de este año han forjado la destrucción física y la miseria humana en gran escala. Si hablamos de una pequeña isla como Barbuda o de Texas y Florida, segundo y tercer estados más populosos de nuestra nación, las tormentas y sus consecuencias han creado inconvenientes para casi todo el mundo y un mundo de dolor para tantos. La mayoría de nosotros exhalamos un suspiro de alivio: pudo haber sido mucho peor. Así, podemos fácilmente empatizar con aquellos que experimentaron lo "peor". Por lo tanto, nos solidarizamos con aquellos que necesitan nuestra ayuda. Damos gracias a Dios por haber sobrevivido, y oramos por los que no sobrevivieron y por los que los lloran.

Cuando le hacemos frente a nuestras desgracias o a las del prójimo, podemos ser tentados a preguntarnos: ¿qué hicimos o que hicieron estas personas para merecer esto? Una vez, en Su ministerio, Jesús habló de los galileos que fueron ejecutados por órdenes de Pilato. Y habló de los que perecieron cuando se derrumbó la torre de Siloé. (Lucas 13:1-9) Jesús nos advierte que no veamos estos eventos como la ira de un Dios iracundo. El mal entró en el mundo no porque Dios lo deseara, sino por medio del demonio y del pecado humano. Jesús dice en el Evangelio: No piensen que esos galileos eran los pecadores más grandes que existían. No piensen que esos que murieron en la torre eran más culpables que los demás.

Las tragedias de las que Jesús habló –productos del hombre o actos de la naturaleza– son tan contemporáneos como nuestro periódico de la mañana. Todos los días leemos sobre víctimas de la guerra o de la pobreza. Todos los días podemos ver en nuestras pantallas de televisión a los que han sido desplazados por desastres naturales –incluyendo en el caso de Irma, a una tercera parte de la población de la Florida.

Hoy –y, ciertamente, desde el comienzo de nuestro exilio del Edén–, experimentamos este mundo como un "valle de lágrimas". Vivimos en un mundo caído y por tanto imperfecto. Y a menudo las fuerzas de la naturaleza –terremotos, tornados, huracanes y otros desastres naturales– pueden sugerir que nuestro mismo planeta se "rebela" en contra del orden original de un amoroso Dios Creador. Y esa rebelión vista en la naturaleza –desde la perspectiva de la fe– puede decirse que refleja la rebelión del corazón humano.

Por supuesto, muchas veces, sufrimos a causa de nuestras malas decisiones. Las Escrituras dicen: el pecado se paga con la muerte. Y, de una manera, como hijos e hijas de Adán y Eva, quienes perdieron las bendiciones originales del Paraíso para ellos y para nosotros, experimentamos esa rebelión de la naturaleza a causa de su mala decisión –su pecado original de alejarse de Dios, la cual hizo que toda la Creación esté "sometida a lo efímero" (Romanos 8:20).

Mas como seguidores de Jesús no podemos apresurarnos a culpar a las víctimas por el mal que los ha afligido – ni podemos culpar a Dios, a quien la Escritura revela como todo amoroso y todo misericordioso. Eso no significa que llegaremos a comprender fácilmente por qué le pasan cosas malas a buenas personas – la mayoría de las veces tendremos que esperar con la paciencia de un Job a aprender las respuestas a esas preguntas – las cuales seguramente Dios nos dirá; pero no necesariamente en este lado del cielo.

Sin embargo, Jesús nos permite comprender cómo Dios lidia con las tragedias que nos afligen. Dios no permanece distante o indiferente a las dificultades de Su caída Creación. En Cristo, la Palabra hecha Carne, Dios se hizo hombre. En lugar de alejarse de las gentes y de sus tragedias, Él se acerca a ellas. Desde la Cruz, Él se mantiene en solidaridad con nosotros en nuestro caer con toda la experiencia del dolor. La desesperación, la destrucción, la muerte, no tendrán la última palabra: más bien el poder transformador de Su resurrección habrá de definir el proyecto humano anclado en la esperanza.

Una de las escenas más cautivadoras del Evangelio es aquélla de Jesús siendo despertado por Sus asustados apóstoles en el bote en medio de una tormenta (Mateo 8:23-27). Jesús calma la tormenta reprendiendo a la lluvia y al viento; mas también reprende a los discípulos por su falta de fe.

Quedan dos meses de la temporada de huracanes de este año. Durante estos dos meses y ciertamente durante los próximos años, estaremos comprensiblemente más ansiosos cada vez que una nueva depresión tropical se forme en la costa occidental de África. Como los apóstoles, en nuestro temor clamamos: "Sálvanos, Señor".

Sí, hacemos bien en orar para que Dios nos libre de la furia de la naturaleza. Mas, frente a las pruebas y a las tribulaciones, también le pedimos a Dios que fortalezca nuestra fe calmando las tormentas de ansiedad y temor que rugen en nuestro corazón. Sabemos que Dios puede traer bien del mal. Ciertamente, los muchos actos de solidaridad –de vecinos ayudando a vecinos– son testigos elocuentes de lo que la Providencia de Dios inspira en el corazón de hombres y mujeres de buena voluntad. Fortalecidos en la fe, no seremos vencidos por ninguna adversidad, sino que venceremos el mal –ya sea físico o moral–con el bien.

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