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Blog_The grittiness of Christian faith_S


JERUSALÉN. Caminando por las estrechas y sinuosas calles de la ciudad vieja de Jerusalén durante mi primera visita en 15 años, me llamó poderosamente la atención una vez más la aspereza del cristianismo, la conexión palpable entre la fe y las realidades cotidianas de la vida. Porque aquí, como en ningún otro lugar, el creyente, el escéptico, y el que “busca” se enfrentan a un hecho: el cristianismo comenzó no con una historia piadosa o "narrativa", sino con la realidad de vidas transformadas. Gente de verdad tuvo experiencias genuinas en lugares concretos en tiempo real – y la transformación que esas "cosas reales" obraron en esas personas, transformó el mundo. 

La más transformadora de esas "cosas reales" fue el encuentro con el Señor Jesús Resucitado, aquel que esas personas reales conocieron por primera vez en este lugar real como el joven rabino Jesús de Nazaret. Ese encuentro, y la transformación radical de vidas que conllevó, sigue siendo hoy la mayor "prueba" de la Resurrección. ¿De qué otra manera una cantidad diversa de hombres y mujeres de las gradas de la civilización encontró el compromiso y la valentía para salir y cambiar el mundo, si no le hubiera sucedido algo absolutamente sin precedentes, algo que puso fin a las expectativas de lo posible, algo que exigía ser compartido?              

Al igual que tuvo lugar el ministerio previo a la Pasión de Jesús, todo eso sucedió en medio del toma-y-dame diario de la vida en el bazar que era, es y probablemente siempre será el Oriente Medio. No hay nada etéreo-gótico sobre la ciudad vieja de Jerusalén o su principal punto cristiano, la Basílica del Santo Sepulcro: todo es gravilla hasta el fondo, mientras se camina y se pasa puesto tras puesto de recuerdos y curiosidades, su semejanza interrumpida por la tienda ocasional de especias con sus aromas característicos a canela y clavos, de camino a los lugares donde, según la tradición antigua, tuvieron lugar los acontecimientos que cambiaron el mundo y el cosmos – el Calvario y la tumba vacía. La propia Basílica es la encarnación misma de la aspereza, pues carece de una simetría estéticamente agradable, y tiene una mezcolanza de estilos arquitectónicos y decorativos que van desde el clásico bizantino al italiano moderno delirante.  

Sin embargo, nada de eso es realmente importante. Porque si el Hijo de Dios vino al mundo no para sacarnos de nuestra humanidad, sino a redimirnos y glorificarnos en ella, entonces los lugares asociados más estrechamente con la redención deben reflejar la diversidad desarreglada de la condición humana. Y así es aquí, mientras los peregrinos de todo el mundo se apresuran y se empujan entre el bullicio en su camino hacia la Duodécima Estación, el lugar de la crucifixión y el edículo que rodea la tumba vacía. Sin embargo, las distracciones no distraen; la Duodécima Estación continúa siendo el mejor lugar del mundo para orar, en el sentido de la oración del Hermano Lorenzo, "practicar la presencia".

Hoy, cuando las instituciones básicas de la civilización están siendo deconstruidas en el nombre de la voluntariedad personal y la "autonomía", la ciudad vieja de Jerusalén es un poderoso recordatorio de que hay cosas que son como son, y que el camino a la felicidad humana (que los Evangelios llaman "bienaventuranza") se encuentra a través, no alrededor, de aquellas que se dan en la condición humana. En un momento paralelo en la historia, cuando la Iglesia cristiana recién reconocida se vio amenazada por una herejía gnóstica que negaba la bondad de la creación e imaginaba que la vida espiritual es un escape de la aspereza, Elena, la emperatriz viuda madre de Constantino, vino aquí a encontrar la Vera Cruz – la dura y tangible realidad de la redención; el emblema del total arraigo del cristianismo en la realidad.  

Lo que se encuentra en la Basílica del Santo Sepulcro en 2015 tiene poco que ver con lo que Elena encontró, pues lo que uno ve aquí no tiene mucha relación con lo que ella vio; se necesita una imaginación extraordinaria para evocar el Gólgota y la tumba rocosa en la iglesia destartalada de hoy. Pero la Basílica está aquí porque ella vino y se convirtió en testigo especial del hecho de que el cristianismo comienza – y continúa – con vidas transformadas por un encuentro con el Resucitado, que hace nuevas todas las cosas. 

Y eso marca toda la diferencia.                      

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