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Desde el domingo XVII del Tiempo Ordinario, julio 26,  hasta el domingo XXI, agosto 23, estamos viviendo en la Santa Misa algo que sólo se da cada tres años. Sucede que el Ciclo B del leccionario pertenece al más corto de los evangelios, el de San Marcos. Él no tiene material suficiente sobre la vida pública de Jesús para cubrir 33 domingos del Tiempo Ordinario. El 34to no cuenta, pues coincide con la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo.

Como a San Marcos le faltan cinco perícopas, cada tres años la Iglesia le toma prestado a San Juan su capítulo sexto, el cual consta de 71 versículos, suficientes para cubrir cinco domingos.

Juan 6 se conoce como el capítulo de Jesús “Pan de vida”. Ahí el Señor se autorevela con ese título y también como “pan vivo bajado del cielo”. Son muy impactantes las autorevelaciones de Jesús según Juan, que comienzan con el nombre divino “Yo Soy”, nombre con el que Dios se manifestó a Moisés. Jesús dice, “Yo soy la luz del mundo”, “Yo soy el Buen Pastor”, “Yo soy la vid verdadera”,  “Yo soy la resurrección y la vida”, “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.

La salvación que nos trae Jesús Salvador puede expresarse en conceptos tales como “reconciliación”, “redención”, “liberación”, “purificación”, “pascua” o paso de la esclavitud (no de Egipto sino del pecado) a la tierra prometida (no a Palestina, sino a un nuevo pueblo de Dios que peregrina hacia la Jerusalén Celestial).

Ayuda también mucho concebir la salvación en términos de “alimentación”. La falta de alimento lleva a la muerte; la nutrición, a la vida.

Ya en el Antiguo Testamento Dios aparece salvando a sus escogidos de morir por inanición. Recordemos cómo el Señor, mediante un cuervo, alimentó a Elías (cfr. 1Re, 17). También Elías y la viuda de Sarepta se salvaron providencialmente del hambre (ibid.). Su discípulo Eliseo alimentó milagrosamente a 100 hombres con pocos panes (Cfr. 2Re, 4). Y el mayor portento de alimentación salvadora se dio durante el éxodo por el desierto gracias al maná y a las codornices (cfr. Ex. 16).

Llegados al Nuevo Testamento, vemos que Jesús se compadecía del hambre corporal de las muchedumbres. El pasaje de la multiplicación de los panes y de los peces es el único milagro que aparece en los cuatro evangelios, trayendo Mateo y Marcos dos versiones del prodigio. De modo que tan milagroso hecho se narra seis veces. Se trataba de panes y peces verdaderos para calmar el hambre del estómago.

Pero las narraciones de esa multiplicación extraordinaria tienen también una intención trascendente que podríamos llamar sacramental. Jesús viene a salvar del hambre espiritual. El prólogo del Cuarto Evangelio dice que por Moisés vino la Ley; Jesús trae la gracia y la verdad (Cfr. Jn. 1,17).

Jesús satisface el hambre de verdad salvífica con su Palabra. En el capítulo seis de San Juan, Jesús se presenta como pan para ser asimilado por la fe. Él es Pan para ser creído (v. 35-36). Pero, además, Jesús es Pan para ser comido, pan que comunica la gracia y lleva a la vida eterna. “El que coma de este Pan vivirá para siempre” (v. 51a).

Entender la salvación como alimentación tiene la ventaja de inculcar que se trata de un proceso que no termina nunca. Nadie puede comer ocasionalmente. Quienes aspiran a gozar de buena salud procuran alimentarse tres veces al día, todos los días.

Estos cinco domingos del Tiempo Ordinario nos enseñan a alimentarnos cotidianamente de la Palabra de Dios escuchada en la Liturgia, leída en privado y asimilada en la Lectio Divina u otra forma de oración mental. Si falta el Pan de la Palabra, muere la Fe.

Jesús dice además, “el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo” (51b). Él no sólo es Pan para ser creído, sino Pan para ser comido en el Sacramento de la Eucaristía. Si nos falta la Sagrada Comunión, se debilitará la vida de la gracia que recibimos en el Bautismo.

 Así como tenemos compasión de nuestros cuerpos mortales y los alimentamos, tengamos también compasión de nuestras almas inmortales, alimentándolas con Jesús, Pan de la Vida.

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