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Se avecina el 26 de noviembre, Día de Acción de Gracias, festividad estadounidense de rango nacional, que se ha ido extendiendo por otros países.

Dado que las campanas tocan a dar gracias, cada cual se preguntará hacia dónde canalizar su agradecimiento.

Quizás algunas personas den “gracias a la vida”, como cantaba Violeta Parra, pero sin cuestionarse por el autor de la vida.

Otras dirigirán su gratitud hacia una entelequia llamada “buena suerte”. Hay ateos y agnósticos que profesan mucha fe en el azar; no creen en Dios, pero sí en lo fortuito, así como en la madre naturaleza y en el hado. Ellos no rezarán el 26 de este mes. La celebración se reducirá a saborear un pavo horneado con las guarniciones de rigor; será una comelata más sin significado trascendente.

No faltarán quienes afirmen que se han hecho a sí mismos, ¡vaya creadores!, y que sólo tienen que autofelicitarse por lo talentosos y laboriosos que son. Esos practican una adoración llamada egolatría. No se les ocurre indagar sobre el origen último de sus cualidades y robusta salud.

Finalmente, muchos darán gracias a Dios, de quien todo bien procede, oración que practican a diario y no sólo el cuarto jueves del undécimo mes.

Jesús enseñó la oración de petición, pero también la de acción de gracias. Durante su ministerio público dio pruebas de practicar ese modo de orar: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y la tierra...” (Lc 10,21).

Importa no asociar exclusivamente la actuación bienhechora de Dios con lo dulce y agradable. Al llegar el “Thanksgiving Day” muchos pasarán inventario a los sucesos placenteros del año 2015. Darán gracias a Dios únicamente por los éxitos en estudios o trabajos, por la superación de las crisis de salud, por la harmonía en el hogar y por tantos pedacitos de cielo que gustamos aquí en la tierra. Para éstos Dios sólo tiene que ver con lo que nos place.

Pero San Pablo enseña a “dar gracias a Dios en toda ocasión” (1Tes. 5,18), no solamente en la prosperidad. Exhorta ardientemente a “dar siempre gracias a Dios Padre por todo, en nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef. 5,20). Ese “por todo” incluye las experiencias dolorosas de la vida.

El creyente profundo nunca olvida una valiosa enseñanza paulina: “Todo coopera al bien de los que aman a Dios” (Rom 8,28). Por eso mira los contratiempos, los fracasos y los disgustos como bendiciones en camuflaje. Todo lo costoso puede convertirse en fuente preciosa de experiencia y sabiduría. Los sufrimientos nos abren los ojos y nos recuerdan que estamos de paso en este “valle de lágrimas”. Además, nuestras cruces nos asocian a la misión redentora de Cristo. Esa asociación la expresa San Pablo a los Colosenses: “Me alegro de mis sufrimientos por ustedes. Así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo a favor de su cuerpo que es la Iglesia” (1,24).

El cuarto jueves de noviembre se celebraría superficialmente si sólo diéramos gracias a Dios por los bienes temporales que necesitamos durante nuestro efímero paso por la tierra. La acción de gracias madura no se detiene en los pequeños dones, sino que llega hasta Dios mismo, don supremo por excelencia. En las misas festivas se reza una oración que dice, “te damos gracias por tu inmensa gloria”. Se le agradece a Dios su existir y su generosidad al dársenos a Sí mismo. A Él se le acoge con la fe, esperanza y caridad. Quien reciba a Dios como sumo bien experimentará la veracidad de los versos teresianos: “Quien a Dios tiene, nada le falta. ¡Sólo Dios basta!”

 

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