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Columns | Friday, March 20, 2015

La Cruz y el poder del amor

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El “no”, que es la herencia del pecado original, los “noes” que son la suma total de nuestros pecados personales, tuvieron que ser sustituidos por el “Sí” de Jesús. Él es el Hijo único de Dios, que se hizo nuestro hermano: un hombre como nosotros en todo, menos en el pecado. Se convirtió en nuestro hermano para que en Él, por medio del don del Espíritu Santo, podamos ser hijos de su Padre Eterno.

Jesús dice “sí” a la voluntad de su Padre. Por esta razón, Él vino a la tierra y puso su morada entre nosotros. Él acepta hacer la voluntad del Padre, y acepta hacerla hasta el final: hasta el punto de dar su vida como rescate por las nuestras. Él obedece a su Padre y sube a la montaña —el Calvario—, donde se ofrece en sacrificio por nuestra salvación.

Adán y Eva dijeron “no” a Dios cuando comieron del fruto del árbol prohibido en el paraíso. El “Sí” de Jesús lo lleva a ser clavado a un árbol. Ellos comieron del fruto de la desobediencia y, por lo tanto, perdieron el Paraíso para ellos y para nosotros. En la Última Cena, Jesús nos da la Eucaristía, que prevé su sacrificio en la cruz. El sacramento de su cuerpo y su sangre es el fruto de su obediencia, que nos devuelve el Paraíso. Él permite que el “buen” ladrón, crucificado junto a Él, se robe el cielo al decirle: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Jesús hace la voluntad de su Padre, y al hacerlo también  nos enseña a hacer lo mismo. En Getsemaní, oró de este modo: “Padre, no se haga mi voluntad, sino tu voluntad”, y nos enseñó a orar diciendo: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.

¿Y cuál es esta voluntad de nuestro Padre? Que nos amemos unos a otros. Jesús amó hasta el extremo. Y desde el altar que fue su cruz, nos enseña qué es el amor.

Para Cristo, el amor no es un mero sentimiento. No es una emoción pasajera. Es una decisión, un compromiso. Es decir “sí” y, al mismo tiempo, “subir la montaña”, aceptando las dificultades y las luchas que la obediencia a la voluntad de Dios conllevan a menudo.

Al contemplar al Crucificado, vemos que el amor significa darse uno mismo; significa sacrificarse. El que ama siempre desea abrazar al ser amado: Cristo, abriendo sus brazos en la cruz, abraza a toda la humanidad, pero sin sentimentalismo ni falsa compasión. Tal es su amor: su amor perdura por encima de todo; su amor lo sufre todo; su amor lo perdona todo.

Éste es el gran misterio que celebramos durante la semana que llamamos “Santa”.

En la realidad de nuestra vida cotidiana, vemos cómo los hombres —y cómo nosotros— aspiramos al poder, al poder de imponer nuestra voluntad sobre los demás. Esta hambre de poder, este esfuerzo de nuestra propia voluntad sobre la voluntad de Dios, nace de la desobediencia de Adán y Eva, y ha causado mucha miseria y mucho dolor en nuestro mundo.

Pero, gracias a la pasión, muerte y resurrección de Jesús, vemos que el amor es más fuerte que el odio, que la vida es más fuerte que la muerte, que el bien vence al mal. Ésta es la historia de nuestra salvación: Cristo nos salva no por amor al poder, sino por el poder del amor.

El domingo de Pascua, se nos pide que volvamos a comprometernos con el poder de ese amor en nuestras vidas mediante la renovación de las promesas bautismales: Hacemos nuestro, una vez más, el gran “Sí” de Jesús, que nos rescata de las tinieblas de la muerte para llevarnos a la nueva vida de la aurora de Pascua.

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