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Columns | Saturday, August 20, 2016

La fe consiste en hacer el bien, no s�lo en sentirnos bien

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El Papa Francisco nos ha advertido que no seamos una Iglesia autorreferencial, encerrada en nosotros mismos. Pero vivimos en una sociedad de consumo. Y a veces, una mentalidad consumista puede inyectarse en nuestras ideas acerca de la Iglesia. Esto lo vemos a veces en personas que saltan fácilmente de una parroquia a otra, o incluso de una denominación a otra. Podrían decir: “Estoy buscando una iglesia que satisfaga mis necesidades”.

Esto también podría describir muy bien esa actitud “autorreferencial” que el Papa critica en términos muy fuertes. Una iglesia “autorreferencial” podría convertirse fácilmente en una casa-club para los autosatisfechos, y no en un hospital de campaña para los heridos, o en una estación de salvamento para los que se están ahogando. Con demasiada frecuencia, el adjetivo “parroquial”, incluso cuando se utiliza en referencia a una parroquia, significa “mente estrecha”, preocupada sólo por lo limitado o local, sin tener en cuenta cuestiones más generales o más amplias.

Sí, la Iglesia debe “encontrarse” con las personas donde ellas estén, y los pastores deben “apacentar” a sus rebaños.

Sin embargo, en un sentido más profundo, el cristianismo no consiste en satisfacer “mis necesidades”, pues el foco no debe estar en nosotros mismos, sino en los demás. Como Jesús mismo dijo: “El Hijo del Hombre no vino al mundo para ser servido, sino para servir”.

La espiritualidad cristiana no es simplemente un ejercicio de “mirarse el ombligo”. La espiritualidad cristiana consiste, en última instancia, en conformarnos a la imagen de Cristo que, como nos dice el Evangelio, “pasó haciendo el bien”. Por lo tanto, la espiritualidad, aunque orientada hacia el cielo, también debe llevarnos a plantar los pies firmemente sobre el suelo, y necesariamente nos involucra en lo que los autores espirituales han designado como las obras de misericordia “corporales” y “espirituales”.

Las obras de misericordia corporales son alimentar al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al extranjero, sanar a los enfermos, visitar a los presos, y enterrar a los muertos; las obras de misericordia espirituales son aconsejar al que duda, instruir a los ignorantes, amonestar a los pecadores, confortar a los afligidos, perdonar las ofensas, soportar pacientemente a quienes nos hacen mal, y rezar por los vivos y los muertos

Ahora bien, algunos podrían objetar: ¿No deberíamos estar más preocupados por ganar el cielo que por arreglar las cosas en la tierra? Pero para nosotros, los católicos, el arreglar las cosas en la tierra no se opone a nuestro destino trascendente, sino que forma parte de ese destino. Pues este mundo es nuestra autopista hacia el cielo, y el viaje a lo largo de esta carretera es nuestra oportunidad única de llegar al cielo. Y si vamos a llegar al cielo —y a ayudar a los demás a llegar allí—, entonces tenemos que preocuparnos por el estado de la autopista.

Si vamos a creer, como los ateos, que esta vida es todo lo que hay, es decir, si la vida no es una carretera, sino simplemente un callejón sin salida, no tenemos que preocuparnos por el estado de la carretera. Pero si este mundo es nuestra autopista al cielo, entonces tenemos que ocuparnos de los baches y de los obstáculos que pudieran impedirnos —a nosotros o a los demás— el llegar a nuestro destino.

Jesús no sufrió y murió en la cruz sólo para que nos sintiéramos bien. De hecho, el cristianismo, con sus prácticas ascéticas de ayuno y otras mortificaciones, y su llamado a “tomar la propia cruz” en la vida cotidiana, está muy lejos de ser una especie de religión del “sentirse bien”. Jesús sufrió y murió en la cruz no para darnos una religión del “sentirse bien”, sino más bien para darnos una religión del “hacer bien”. En el centro del Antiguo y del Nuevo Testamento está el mandamiento del amor.

Este amor no es sólo una emoción o un sentimiento; se trata de una acción. Es algo que hacemos por los demás. Si el amor no ha de distorsionarse en un mero sentimentalismo de un lado, o en una falsa compasión del otro, entonces el amor exige que trabajemos por la justicia y la igualdad; el amor exige que nos solidaricemos con los marginados, los desposeídos y los excluidos.

Amar o hacer el bien requiere abnegación, mortificación y autodisciplina. Hacer el bien no suele ser fácil, y nos puede meter en problemas: nos puede atraer la incomprensión, el desprecio e incluso la persecución. Sin embargo, es sólo en hacer el bien y en enfocarnos no en nuestras necesidades, sino en las de nuestro prójimo, como descubrimos la alegría del Evangelio.

 

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