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La centralización del culto en el Templo de Jerusalén, y el extraordinario número de corderos que se debían sacrificar allí, hizo que la hora del sacrificio del cordero pascual se adelantara desde el anochecer hasta inicio del sacrificio de la tarde. Para el mundo oriental el día no comienza con el amanecer, sino con el anochecer, cuando la oscuridad celeste permite vislumbrar ya una primera estrella; y aunque el relato del Éxodo prescribe sacrificar el cordero al anochecer, no era posible degollar al animal, desangrarlo, prepararlo para el fuego y comerlo a tiempo. El Sumo Sacerdote recogía cuidadosamente la sangre del cordero en la Copa de la Alianza, y la derramaba sobre el altar de los sacrificios como expiación de los pecados del pueblo. Un ingenioso sistema de drenajes hacía correr la sangre de los corderos sacrificados hasta el Torrente Cedrón, que se teñía de púrpura durante la Pascua.

La cena pascual del Señor, en la víspera de su pasión, se desarrolló según el antiguo esquema de la cena que inaugura el sábado, cuyos ritos permanecieron casi inmutables, conservados por la diáspora hebrea a través de los siglos. El espacio de la cena siempre estaba reservado sólo para los hombres, que se distribuían habitualmente en tres grupos, recostados en el suelo, sobre alfombras, esteras, o almohadones, según las posibilidades. En el centro, una tarima hacía de mesa donde se depositaban los alimentos. Colocados hacia la parte superior de la tarima, los invitados principales se recostaban según su mayor o menor rango u honor. El más importante comensal se situaba al extremo, en la esquina. Los otros invitados le seguían en rango decreciente a continuación del principal; al otro lado, dando la cara al huésped más honorable, se colocaba la familia que había convocado u ofrecido la cena.

Las piernas de los participantes quedaban un poco apartadas del cuerpo del comensal, para que un esclavo o el hijo menor del dueño de la casa, o éste mismo, desatara las sandalias y refrescara los pies de los invitados como un signo de fina hospitalidad oriental. Era costumbre adornar la mesa con un mantel y usar para la ocasión una vajilla diferente. Una copa familiar muy especial ha sido reservada para esta solemne ocasión.

Después de purificar las manos, todos, ya colocados alrededor de la mesa, comparten la primera copa: “Bendito seas Señor, Dios nuestro, Rey del universo, que nos das el fruto de la vid”, y enseguida el padre de familia o el que presida la comida, parte el pan y lo distribuye, gesto que da comienzo propiamente a la cena: “Bendito seas tú, Señor, Dios nuestro, Rey del universo, que haces que la tierra produzca el pan”. Sobre la mesa se encuentra también el plato con el cordero asado, una fuente con hierbas amargas y otra con pan ácimo y una con salsa roja.

Todo adquiere un aire solemne cuando el que preside pone vino en la copa y lo mezcla con agua, casi a partes iguales para atemperar el nivel alcohólico del vino; y con la copa de bendición en la mano, da gracias a Dios que “procura el alimento a todas sus criaturas y que ha signado a Israel con el sello de la alianza y le ha concedido una tierra”. Esta larga oración concluye con una invocación: “Aliméntanos, consérvanos, ten cuidado de nosotros. Vengan durante nuestra vida Elías y el Mesías, hijo de David”.  

La gran afluencia de peregrinos reducía considerablemente los espacios donde podía celebrarse la cena; las disponibilidades variaban: desde una pequeña terraza, un jardín, un tejado plano, o una sala cerrada para aquellos que podían tener esa extraordinaria posibilidad de celebrar la gran fiesta.

En este marco pascual los evangelios sinópticos nos han enmarcado y recogido las tradiciones que ya existían al momento de la redacción de los textos sagrados. A propósito, omiten aspectos conocidos del banquete judío, para centrar el relato en las palabras y los gestos con que Cristo instituye la Eucaristía de la Iglesia. El relato más antiguo, el de San Pablo a los Corintios, parece recoger la misma tradición del Evangelio lucano donde las palabras sobre el pan —“Esto es mi cuerpo...”— están separadas de las de “Éste es el Cáliz...” por los otros componentes de la cena.

La tradición de Marcos y Mateo sigue otra costumbre de la comunidad primitiva: “Mientras cenaban, tomó...”. La Eucaristía sucede exactamente en medio del ágape fraterno, donde todos habían traído algo para compartir. Es a partir de la tarde de la Resurrección cuando todos comienzan a poner sus sentidos en la luz del entendimiento post-pascual. Así Cristo Resucitado parte el pan con los asombrados caminantes de Emaús, y luego, junto al lago de Galilea, los convocará nuevamente a la mesa: “Muchachos, vengan a almorzar”.

Como telón de fondo, la comunidad recuerda aquellas comidas que compartió con el Maestro y que encierran los destellos de la Buena Noticia: la comida mesiánica de Caná de Galilea; los panes multiplicados en medio del desierto; las comidas compartidas con los pecadores; la asombrosa comida del perdón en casa de Simón el Leproso; la comida amistosa y sanadora en la casa de Pedro en Cafarnaúm; la comida reivindicativa del rol de la mujer en casa de Marta y María, etc.

La Cena del Señor conservará como un tesoro el mismo esquema y las palabras del Maestro en la Ultima Cena. De sus gestos “tomó, bendijo, partió y repartió”, se fueron desarrollando, de manera improvisada, pero fiel a la Tradición, cada una de las partes que hoy constituyen la sagrada liturgia de la Misa: Presentación de los Dones (tomó), Plegaria Eucarística (bendijo), Fracción del Pan (partió) y Comunión (repartió).

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