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Columns | Friday, April 21, 2017

Nuestras ciudades como santuarios

Fotografía de archivo, el Arzobispo José H. Gómez de Los Ángeles posa con los defensores de la reforma migratoria en el Congreso de Educación Religiosa 2014.

Fotógrafo: Cortesía Catholic News Agency

Fotografía de archivo, el Arzobispo José H. Gómez de Los Ángeles posa con los defensores de la reforma migratoria en el Congreso de Educación Religiosa 2014.

Un breve recuento

Desde que Donald Trump se convirtió en el presidente de los Estados Unidos, muchos inmigrantes indocumentados comenzaron a temer por su futuro en suelo americano.

Algunos han puesto sus esperanzas en la opción de residir en las ciudades que se oponen a facilitar información sobre sus residentes indocumentados al servicio federal de inmigración. Las más notorias de estas ciudades han sido Los Ángeles, Nueva York y Chicago, a las que se conoce como ciudades santuario (es decir, lugar seguro). Los alcaldes de dichas ciudades han insistido en su política de no compartir información sobre los inmigrantes indocumentados con las autoridades federales de inmigración.

Durante su campaña, Trump prometió deportar a entre unos 2 y 3 millones de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos, comenzando por los que hubieran cometido crímenes violentos, pero no limitándose sólo a ellos. En la práctica, dicha política se ha visto plenamente confirmada. 

“Nueva York es la ciudad de los inmigrantes. El lugar construido por generación tras generación de inmigrantes. No vamos a sacrificar a medio millón de personas que viven entre nosotros y que son parte de nuestras comunidades”, dijo el alcalde demócrata de Nueva York, Bill de Blasio, a los medios informativos al reunirse con Trump en noviembre de 2016. “Le reiteré que esta ciudad y otras ciudades a través del país harán todo lo posible para proteger a nuestros residentes y para asegurarnos de que las familias no sean destrozadas”.

De Blasio dijo que, de ser necesario, la ciudad eliminaría para fin de año la base de datos con los nombres de cientos de miles de indocumentados que han recibido una tarjeta de identificación municipal, y que podría servir al gobierno federal para identificar y deportar a los inmigrantes indocumentados.

En Chicago, a la policía y los funcionarios municipales se les prohibió preguntar sobre el estatus migratorio de las personas. También se les negó la facultad de detener a residentes indocumentados para su deportación.

En San Francisco, el alcalde Ed Lee afirmó que “aquí no habrá muros, y defenderemos a capa y espada el estatus de santuario”.

En Los Ángeles, el jefe de la Policía local, Charlie Beck, anunció que no colaboraría con el ICE (Servicio de Control de Inmigración y Aduanas, por su sigla en inglés). “No vamos a trabajar junto con el Departamento de Seguridad Nacional en los esfuerzos de deportación”, dijo Beck.

En Seattle, el alcalde Ed Murray aseguró que su ciudad continuaría siendo “hospitalaria”, y agregó: lo “último que quiero es que empecemos a entregar a nuestros vecinos”.

En Providence, Rhode Island, el alcalde Jorge Elorza, quien es hijo de inmigrantes guatemaltecos, dijo que mantendría la política de no retener a personas acusadas por infracciones civiles en nombre de agentes federales de inmigración. “Nosotros no vamos a sacrificar a ninguna de nuestra gente”, aseguró el alcalde, al señalar que buscan evitar deportaciones “injustas” de inmigrantes que hayan cometido “leves infracciones civiles”.

Ras Baraka, alcalde de Newark, dijo que la retórica de Trump sobre inmigración “da miedo”.

Como respuesta a estas y otras declaraciones locales, el presidente Trump ha anunciado y reiterado la amenaza de cortar los fondos federales a las ciudades cuyas autoridades se nieguen a cooperar con el ICE. En juego hay unos $650,000 millones en fondos federales, que les serían negados a las ciudades que no cooperen con los esfuerzos de deportación, que se han intensificado notablemente desde el comienzo de su mandato.

En cuanto a los residentes ilegales que tratan de permanecer en los Estados Unidos, éstos deben saber que ninguna ciudad que se haya proclamado como “santuario”, lo es realmente. Aunque las autoridades locales se nieguen a cooperar con las autoridades federales de inmigración, éstas están plenamente capacitadas para ejercer sus funciones en dichas ciudades, de manera que la permanencia de los ilegales no está en modo alguno asegurada por la renuencia de las autoridades locales a cooperar con las fuerzas federales de deportación.

La Iglesia Católica de los Estados Unidos, por su parte, ha pedido en reiteradas ocasiones que el gobierno federal dé a la dolorosa situación de los ilegales un tratamiento basado en los valores cristianos en los que se funda la existencia misma de este país.

Una reflexión

En la antigua Grecia, las ciudades eran Estados: disfrutaban de independencia, las unas de las otras; sus representantes, elegidos por los hombres libres de cada sociedad, acordaban las leyes que regirían a todos los ciudadanos. Aquel sistema se llamaba Democracia, es decir, el gobierno del pueblo. Los esclavos, desgraciadamente, no formaban parte del sistema: pertenecían a sus amos y, en el mejor de los casos, eran miembros secundarios de las familias de sus amos. Pero la ley los protegía contra todo abuso por parte de los amos de los otros esclavos, como hoy la ley protege a nuestras mascotas contra los abusos por parte de los amos de las otras mascotas. Una forma elemental y dura de proteger a quienes amamos, a quienes son amados por alguien.

La función elemental de la ley es proteger.

De este modo, nadie podía ir de Esparta a Atenas a imponer en Atenas la ley de Esparta. Y nadie podía ir de Atenas a Esparta a imponer en Esparta la ley de Atenas. Las ciudades eran, para decirlo con una sola palabra, independientes. Y por esta independencia, Atenas la democrática y Esparta la autoritaria vivieron en guerra hasta que ambos factores de la misma ecuación se destruyeron mutuamente, y llegaron los romanos — los extranjeros— e impusieron en Atenas y Esparta sus propias leyes y su propio orden.

Varios miles de años después de Atenas y Esparta, algunas ciudades de los Estados Unidos se proclaman “ciudades santuario”, y declaran que sus autoridades locales no podrán colaborar con las autoridades federales para deportar a los inmigrantes ilegales que residen en sus demarcaciones. Alcaldes y jefes de la policía locales han coincidido en la misma razón: si no somos capaces de merecer la confianza de las personas que viven aquí, ¿cómo les vamos a pedir que colaboren con nosotros para mantener la Ley y el Orden? Nuestra ley y nuestro orden.

Dicho en otras palabras: la Ley y el Orden naturales son el interés común de todos los habitantes de una ciudad, de una provincia, de un Estado, de un país… Al menos, de todos los habitantes decentes de esos lugares: de las personas que se ganan la vida con su trabajo y velan por sus familias.

Y esto es lo que defienden las “ciudades santuario” de estos Estados Unidos nuestros: un espacio donde el miedo no sea el pan del desayuno para quienes entraron, sí, subrepticiamente, pero están pagando y pagan con su trabajo y su esfuerzo un “delito” que a nadie ha lesionado.

En última instancia, si miramos los mapas establecidos por la Historia, entre lo que hoy es México y lo que hoy son los Estados Unidos no debería dibujarse una línea ni un muro, sino colorearse un amplio territorio donde dos culturas se han encontrado y coexisten, aunque sea contradictoriamente.

Como cristianos, estamos llamados a mirar como hermanos a quienes buscan refugio ante el odio, la violencia y el creciente abuso del poder por parte de casi todos los gobiernos de la Tierra. Incluso el nuestro.

El cristiano se debe a su Fe. Y esta Fe nos manda acoger al extranjero y al perseguido.

Y nos prohíbe excluirlo y darle caza. Nos prohíbe separarlo de sus hijos. Mucho menos cuando esos hijos han nacido aquí, entre nosotros, como los nuestros.

Editor de La Voz Católica


 

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