By Archbishop Thomas Wenski - The Archdiocese of Miami
Vivimos en un momento en que las instituciones y las personas que las representan (es decir, el sistema) han perdido credibilidad: esto es verdad si hablamos sobre la academia, los negocios, la prensa o la Iglesia. Esto explica, en gran parte, la explosión populista en todo el mundo occidental. El populismo de izquierda culpa a las “élites económicas”, mientras que el populismo de derecha se opone a las élites culturales e intelectuales. Un contragolpe contra la globalización y el multiculturalismo ha permitido que Donald Trump, un magnate inmobiliario y una estrella de la televisión, encabezara una insurgencia populista contra un establishment político que se percibía como "fuera de contacto", y que también se identificaba con esas élites.
En el Wall Street Journal, Peggy Noonan, al comentar sobre las ondas de choque —bienvenidas por algunos y angustiosas para otros— que la presidencia de Trump ya ha llevado a Washington, observó: "Las opiniones políticas de todo el mundo son ahora emociones, y todo el mundo expresa ahora sus emociones en sus rostros” (Wall Street Journal, 2/3/17). Esto se hizo claramente evidente en las protestas generalizadas que siguieron a las órdenes ejecutivas del Presidente Trump sobre los refugiados, y su prohibición relacionada con los viajes de éstos a Estados Unidos. La orden original suspende el programa de admisión de refugiados durante 120 días, reduce el número de refugiados admitidos de 110,000 a 50,000 y suspende el reasentamiento en Estados Unidos de los refugiados de Siria, Iraq, Irán y varios estados en conflicto de la región.
Las órdenes ejecutivas provocaron fuertes reacciones y temores. En el condado de Miami-Dade, el 1º de febrero, a raíz de las órdenes ejecutivas del presidente y del intento del alcalde de escapar a la etiqueta de "ciudad santuario", un estado cercano al pánico resultó en rumores (infundados) sobre redadas de inmigración en las calles, que se extendió como un incendio forestal entre los residentes indocumentados del condado. Las escuelas públicas reportaron un mayor absentismo, ya que los padres tenían miedo de enviar a sus hijos a clase.
Las órdenes ejecutivas fueron impugnadas en los tribunales, protestadas en las calles y criticadas fuertemente por líderes religiosos, incluyendo portavoces de los obispos católicos de los Estados Unidos, Catholic Charities y otras agencias. Y, como observó Peggy Noonan, “no hubo un republicano en Washington —ni uno—, en el Capitolio o dentro de la estructura del partido, que no calificara la orden en privado como un desastre”.
Pero, en última instancia, la culpa está en la incapacidad del Congreso para arreglar legislativamente un sistema de inmigración anticuado e inadecuado —y por lo tanto quebrantado. La reforma integral de la inmigración ha sido el asunto inconcluso del Congreso por más de 15 años. El sistema está roto. No aborda adecuadamente la necesidad de flujos laborales confiables, por lo que tenemos 11 millones de indocumentados en el país (que no duermen bajo puentes, sino que trabajan, aunque en la economía extraoficial).
Al mismo tiempo, el debido proceso para los solicitantes de asilo se ve seriamente comprometido por la sobrecarga de los expedientes y los insuficientes recursos de los abogados. Aunque algunos de los indocumentados optan por vivir al margen de la ley, la mayoría de quienes carecen de documentos adecuados en Estados Unidos, no causa daño a nadie, sino que trabaja esforzadamente para proporcionar mejores oportunidades a sus familias. Abrir un camino hacia la residencia legal y a la posible ciudadanía estadounidense para estas personas, permitiría al ICE (Immigration and Customs Enforcement) dedicar recursos a la captura de las “manzanas realmente podridas”: los criminales violentos y los terroristas, en lugar de perseguir a niñeras y trabajadores de los servicios de alimentos.
La Administración afirma que quiere implementar “un control extremo” para proteger al pueblo estadounidense. Pues que ponga en marcha cualquier “control extremo” que considere necesario. Pero el control no debe dar lugar a la intolerancia xenófoba o al nativismo. Ni tampoco el proceso de control debe demorarse: hay demasiadas vidas en peligro. Nuestro programa de reasentamiento de refugiados, por largo tiempo un ejemplo de cooperación entre el gobierno y las organizaciones confesionales, es un programa que salva las vidas de algunas de las personas más vulnerables del mundo.
Al mismo tiempo, el Congreso es responsable de nuestro quebrantado sistema de inmigración, y sólo el Congreso puede arreglarlo. Un punto de comienzo podría ser el revivir el Dream Act, que abriría un camino hacia la ciudadanía para quienes fueron traídos aquí cuando eran niños. Estos “soñadores” están ahora protegidos por DACA (Deferred Action for Childhood Arrivals, o acción diferida para las llegadas en la niñez), una acción temporal de protección creada por el presidente Obama cuando el congreso no aprobó la llamada Dream Act, o Ley sobre los Soñadores. El Presidente Trump ha dicho que los “soñadores” no tienen mucho que temer. Pero en vez de confiarse en esto, el Congreso debe extender DACA con la Ley BRIDGE de inmediato, mientras se trabaja en los pasillos para darle una solución permanente y completa a nuestro quebrantado sistema de inmigración.
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