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En los últimos años, durante mis presentaciones en todo el país, le he preguntado a las audiencias católicas cuántos de los presentes conocen la fecha de su bautismo. El índice elevado de respuesta es un poco menor al 10 por ciento. El promedio es alrededor del dos o tres por ciento. Hermanos, esto es un problema.

Ustedes conocen su cumpleaños. Ustedes saben (o es mejor que lo sepan, señores) su aniversario de boda. Usted saben los cumpleaños de sus hijos. Entonces, ¿por qué no saben la fecha en la que se convirtieron en amigos y compañeros del Señor Jesucristo, el día más importante de sus vidas?

Comencé a pensar en esto hace unos 30 años, cuando empecé a trabajar con los protestantes evangélicos en temas de libertad religiosa y pro vida. (En aquella época inocente, "libertad religiosa" significaba liberar a cristianos y judíos “disidentes” de las garras de la KGB, no a tratar de evitar que el Departamento de Salud y Servicios Humanos de los Estados Unidos intimidara a las Hermanitas de los Pobres.) Descubrí que estas personas tenían una manera interesante de presentarse en las reuniones.

Reúnan una docena de estadounidenses que no se conozcan, y la manera normal de informar quiénes son es diciendo lo que hacen: “Soy Jane Smith, y soy pediatra”. “Soy John Jones y trabajo para Microsoft”. Sin embargo, no es así como mis nuevos conocidos se identifican. Dirían: “Soy Jane Smith y nací de nuevo en (tal fecha)”, por lo general hace unos pocos años cuando Jane, obviamente, ya era adulta. “Soy John Jones y nací de nuevo en…". Y así sucesivamente.

Cuando me llegaba el turno, decía: “Soy George Weigel y nací de nuevo el 29 de abril de 1951, cuando tenía exactamente 12 días de edad”. Para algunos resultaba una sorpresa, pero lograba poner en marcha algunas conversaciones interesantes sobre la teología sacramental.

Cuando trabajaba en el primer volumen de mi biografía sobre Juan Pablo II, "Testigo de Esperanza", tuve que describir la visita del Papa a su ciudad natal, Wadowice, durante su primera peregrinación papal a Polonia en junio de 1979. Por supuesto, fue a la iglesia que había conocido cuando era un niño; pero ¿qué hizo cuando llegó allí? Se dirigió directamente a la pila bautismal, se arrodilló y la besó. ¿Por qué? Porque san Juan Pablo sabía que el día más importante de su vida fue el día de su bautismo, no el día en que fue ordenado sacerdote, o consagrado obispo, o electo Papa. El día de su bautismo era, literalmente, la fuente de donde fluía todo lo demás en su vida.

Y eso no es sólo cierto de los santos. Debe ser cierto para cada uno de nosotros. En el día de nuestro bautismo – como niños, adolescentes o adultos – nos hicimos amigos del Señor Jesucristo y recibimos una responsabilidad misionera: “Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos... y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes”. Esa instrucción en Mateo 28, 19-20 no sólo estaba dirigida a una banda diversa de 11 hombres de la periferia cultural y política del imperio romano. Fue dirigida a ustedes, y a mí, y a todos los demás en la Iglesia, en el día de nuestro bautismo.

Después de mi pequeño examen, sugiero a mis audiencias que regresen a casa esa noche a desenterrar el archivo donde se guarda el “documento católico”, a buscar la fecha de su bautismo, memorizarla, y a celebrarla cada año. Tras haber hecho esto durante años, ahora me entero de que hay gracias especiales que se pueden obtener por celebrar la fecha de nuestro bautismo: una indulgencia plenaria por renovar las promesas bautismales en el aniversario del bautismo “de acuerdo con la fórmula aprobada”. Eso es lo que todo católico debe saber de la Vigilia Pascual o la misa dominical de la Pascua, cuando renovamos nuestras promesas bautismales como comunidad.

Asumir nuestro bautismo es el prerrequisito para ser miembro de esa “Iglesia en estado permanente de misión” a la que nos llama el Papa Francisco. Así que, asúmanlo, celébrenlo, y luego utilicen esa renovación de la gracia para invitar a otros a convertirse en amigos del Señor Jesucristo.

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