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“Leonor, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, abadesa del Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas, Señora, Superiora y Prelada, Madre legítima y administradora en lo espiritual y temporal de dicho monasterio, hija fidelísima de la Iglesia, la beatitud de su Santidad Pío V…”

La introducción ha sido larga y necesaria porque la Madre abadesa de las Huelgas tiene graves asuntos que tratar con el sucesor de Pedro. No es nada nuevo en la larga historia del gran monasterio cisterciense donde, desde el siglo XII, las abadesas de turno enfrentaron serios litigios con los señores obispos de Segovia y de Burgos.

Se atribuye la fundación del real monasterio al rey Don Alfonso el Bueno y a su esposa Doña Leonor de Plantagenet, reyes de Castilla y Toledo. El rey, también llamado el Noble y el Santo, quiso edificar, en 1187, una abadía de monjas cistercienses que sirviera de retiro a las infantas de Castilla y a miembros de la nobleza que desearan “servir a Dios en Religión” para que tuvieran allí un lugar digno de su elevada condición, posición social y cuna, para recrearse “incesantemente en la contemplación y en la alabanza de Dios”.

Al año siguiente el papa Clemente III coloca el monasterio bajo la dirección directa de la Sede Apostólica y por gestión real, este queda eximido de la autoridad del Ordinario del lugar. A partir de entonces, la Abadesa, Prelada de las Huelgas, acumuló tanto poder y autonomía que sólo tuvo sobre sí la autoridad del Sumo Pontífice que la había colocado por encima de la curia episcopal, con una jurisdicción muy similar a la que ejercían los obispos en sus diócesis.

La madre abadesa de las Huelgas fue, a partir de ese momento, señora de villas y pueblos, en los que ejercía plenos poderes temporales y espirituales; con autoridad no sólo sobre la población laica, sino también sobre todo el estamento religioso: monjas, frailes, sacerdotes, párrocos y los curas de todas las parroquias en las 54 villas de su señorío, con sus conventos, iglesias y ermitas.

Era la mujer más poderosa de Castilla, y en toda España solo otra estaba por encima de ella: Su Majestad la Reina. Era la Abadesa y no el obispo de Toledo quien concedía las licencias necesarias para confesar, predicar y celebrar la Misa y los sacramentos; y sin las letras dimisorias, firmadas de su puño y letra, nadie podía acceder al sacramento del Orden.

A lo largo de siete siglos su poder no solo fue reconocido, sino además aumentado por soberanos pontífices como Clemente III, Honorio III, Inocencio IV, Alejandro IV, Pío V, Sixto V, Urbano VIII, León X, Inocencio VIII y Clemente XII, entre otros.

El Real Monasterio fue, durante la Edad Media, el sitio escogido para la coronación de los reyes de Castilla y el lugar donde estos y otros miembros de la nobleza eran armados caballeros; el espacio favorito para celebrar imponentes bodas reales, enlaces y enterramiento de la alta nobleza castellana.

La Señora Abadesa podía nombrar alcaldes y jueces, mayordomos y alguaciles; impartir justicia y regir las dos cárceles que había dentro del monasterio, una para eclesiásticos y otra para laicos. Su poder y prestigio es tal, que en el siglo XIV el papa Juan XXII le concede facultades “para fulminar censuras contra cualquiera que detentara o usurpara los bienes, casas, posesiones, tierras, derechos y prerrogativas del monasterio”.

Otros 12 monasterios de monjas cistercienses quedaban bajo la autoridad de Las Huelgas, cuya abadesa asistía y aprobaba las elecciones de prioras en todos los conventos de su jurisdicción. Ella confirmaba, o no, a las nuevas abadesas y nombraba todos los cargos y oficios mayores y menores. Podía cambiar y trasladar monjas y abadesas de un monasterio a otro, y sin su permiso no era posible admitir nuevas monjas, ni podían éstas recibir el velo, ni profesar.

El señorío y los privilegios de la Abadesa de Las Huelgas se mantuvieron intactos hasta el siglo XIX, cuando el papa Pío IX reformó la situación de todos los territorios exentos que quedaban en España y en Europa. La Bula “Quae diversa” suprimió la jurisdicción eclesiástica que el monasterio tenía sobre personas, pueblos, parroquias y conventos y colocó al monasterio de las Huelgas bajo la autoridad del arzobispo de Burgos.

La prelada de las Huelgas, con poderes “cuasi episcopal vere nullius”, es un interesante caso que nos habla del rol que las mujeres han tenido en algún momento de la historia y la vida de la Iglesia; una figura femenina que, con el respaldo de los romanos pontífices y por más de 700 años, gobernó un extenso territorio, casi como un obispo, con amplísimos poderes y facultades hoy día inimaginables.

De manera muy semejante ejercieron su autoridad la Abadesa de la Fontevrault, en Francia, la Abadesa de Monteviliers en Normandía, la Abadesa de Wadstena, en Suecia, la de Luca y la de San Benito de Conversano en Italia. Esta Abadesa tenía un vicario general que era obispo, y para recibir el homenaje del clero en su territorio llevaba ella guantes y sandalias de Pontifical, anillo y pectoral, mitra y báculo. La última abadesa de Conversano, fallecida en 1809, fue enterrada con mitra, ínfulas, báculo y las demás insignias propias de un obispo. Sin embargo, ninguna de éstas alcanzó el esplendor que la abadesa de las Huelgas.

Por eso, ya en el siglo XVI, el Cardenal Aldobrandini, bromeando jocosamente con su tío, el papa Clemente VIII, le refería el proverbio, ya popular, que decía “salva la reverencia que se debe, si el Sumo Pontífice, cabeza de la Iglesia, hubiera de casarse, no habría mujer más digna que esta Abadesa, por ser tan rara y superior la dignidad que la hace ilustre.”

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