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Columns | Wednesday, October 22, 2014

Dios no hace acepci�n de personas, ni nosotros debemos hacerla

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San Pedro, en Hechos 10:34-35 dice: “En verdad, veo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación el que le teme y practica la justicia le es grato”. Dios no hace acepción de personas, pero a veces nosotros la hacemos. Nos gusta nuestra propia especie, y desconfiamos o sospechamos de aquel a quien vemos como extraño. La diversidad —en lugar de ser vista como un don— es a menudo temida, y a veces culpada por la discordia que divide a la familia humana.

Pero lo que nos divide no es la diversidad. Lo que nos divide es el pecado. Como católicos, pertenecemos a la primera institución verdaderamente globalizada del mundo. Nuestra iglesia es una iglesia universal que abarca a hombres y mujeres de toda raza y nación: puesto que todos son hijos del único Padre, todos son hermanos y hermanas entre sí. Nuestra unidad no se fundamenta en la raza, o el idioma o el país de origen, sino en Cristo: Reconocemos a un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. De hecho, la diversidad de lenguas, culturas y razas dentro de la Iglesia Católica es una prueba de la “catolicidad” del mensaje evangélico sobre la salvación, y enriquece a todos. Antes de regresar al Padre, Jesús nos confió su “Gran Comisión” para llevar la buena nueva “a todas las naciones”.

Hoy en día, el mundo entero está cada vez más globalizado: las mercancías y los bienes hechos en un continente se compran y se venden en otro, a medio mundo de distancia; la información y el dinero pueden cruzar fronteras en un instante; y, en un mundo globalizado, la gente también se mueve cada vez más allá de las fronteras, a menudo en formas dramáticas. Pero, tal como el Papa Emérito Benedicto XVI comentó, la globalización nos ha hecho a todos vecinos, pero no nos ha hecho hermanos. Es la Iglesia de Jesucristo —una Iglesia que es verdaderamente “católica”, ya que pone en comunión a personas de todas las razas, lenguas y culturas— la que debe enseñar al mundo cómo vivir como hermanos y hermanas. Si nosotros, los católicos, vamos a reflejar la luz de Cristo sobre los demás, entonces debemos ser el modelo —en la forma en que vivimos dentro de nuestras familias, en nuestras parroquias y en nuestras comunidades­— de lo que debe ser un mundo reconciliado.

Parte de la globalización que experimentamos hoy en día es el resultado de la migración. Frente a esta realidad, la Iglesia nos enseña a no temer al migrante, y la Iglesia nos advierte que no debemos maltratar a los migrantes. En cierto modo, al igual que llamamos a Jesús el Rey de Reyes y el Señor de Señores, también podemos referirnos a Él como el Migrante de Migrantes. Al convertirse en un hombre como nosotros, Jesús “emigró” del cielo. Se convirtió en un ciudadano de nuestro mundo para que, por nuestra parte, pudiéramos convertirnos en ciudadanos del mundo por venir. Y quienes entren en su patria celestial lo harán porque, como Él mismo nos dirá entonces, “fui forastero y me acogisteis”.

Es por esto que la Iglesia seguirá hablando en nombre de los migrantes en todas partes del mundo. Hablamos en defensa de ellos, especialmente de los jóvenes, que son objeto de trata a través de las fronteras para ser explotados en el comercio sexual. Continuaremos abogando por una reforma justa y equitativa de un sistema de inmigración que sigue separando a las familias por períodos de tiempo inaceptables, y que no proporciona ninguna vía para obtener la ciudadanía a millones de personas que trabajan en puestos que, de otro modo, se quedarían sin cubrir. Defenderemos los derechos de los refugiados y de los solicitantes de asilo, que buscan un refugio a salvo de la persecución y la violencia.

Y mientras esperamos que el Congreso actúe y apruebe una ley de reforma migratoria justa, instamos al gobierno de Obama a proteger —dentro de los límites legales de su autoridad ejecutiva— a aquellas personas y familias que, a pesar de su condición de indocumentadas, han generado bienes en este país a partir de la deportación y la explotación.

Dios no hace acepción de personas, ni nosotros debemos hacerla. No podemos permanecer indiferentes ante el sufrimiento humano causado por nuestro inadecuado y anticuado sistema actual de inmigración.

Como dice el Papa Francisco, el antídoto contra la “globalización de la indiferencia” debe ser la globalización de la caridad.

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