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Columns | Monday, June 13, 2011

Sobre la inmigraci�n, una abdicaci�n de la responsabilidad

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Cuando la mayoría de los estadounidenses entran en la cabina de votación, están buscando candidatos — y futuros funcionarios públicos — que demuestren su liderazgo en la lucha contra los retos más difíciles que enfrenta la nación. En cuanto al tema de la inmigración, siguen viéndose decepcionados.

A pesar de las encuestas nacionales, que muestran un apoyo mayoritario a la reforma migratoria integral y al establecimiento de un camino hacia la ciudadanía para los indocumentados, el nuevo Congreso ya tiró la cuestión por la borda, y muchos proclaman que se trata de un asunto muerto. Algunos han argumentado que la frontera debe asegurarse antes de proceder a un proyecto de ley de reforma, pero no han logrado dar una definición realista de lo que significa el término “seguro”.

Una mayoría de la Cámara de Representantes se contenta con el aumento de las políticas policiales que dividen a familias de ciudadanos estadounidenses, pero que no ofrecen esperanza alguna de resolver el problema fundamental de un sistema roto. A pesar de los esfuerzos de los líderes del Senado, es poco probable que en algún momento próximo surja en esa cámara un consenso bipartidista sobre una medida de reforma. Algunos en ambas cámaras han ido tan lejos como para proponer que se penalice a los hijos no nacidos de los inmigrantes indocumentados, negándoles la ciudadanía cuando nazcan.

Lo más sorprendente, sin embargo — y en contradicción con las promesas de campaña de abordar el problema de inmediato — es que la actual administración ha gastado poco capital político real en promover la causa de la reforma migratoria, a pesar de algunos discursos estratégicamente planificados. En la sesión de transición del año pasado, quedó claro que la Ley Soñada –una medida amistosa para ayudar a los jóvenes inmigrantes a asistir a la universidad– ocupó el último lugar en la lista de deseos de la administración, tras el acuerdo fiscal, el Tratado START y la derogación de la política sobre los homosexuales en el ejército. La medida fracasó por cinco votos.

Lo que es aún más desconcertante: la administración ha intensificado sus medidas policiales, deportando a un número récord de personas, a la mayoría de las cuales también dice que quiere poner en el camino hacia la ciudadanía. De hecho, la administración ha exhibido su récord de deportaciones ante el Congreso, jactándose de que ha superado el número de deportados en la administración anterior.

El número de personas detenidas también ha aumentado, pues se ha encarcelado innecesariamente a solicitantes de asilo y a familias. Y al ampliar los programas 287 (g) y Comunidades Seguras, la administración –de hecho– les ha dado carta blanca los gobiernos locales para aplicar las leyes federales de inmigración, lo que en algunas jurisdicciones ha dado lugar a redadas y a la discriminación racial.

Esta carrera hacia el fondo en ambos extremos de la Avenida Pensilvania puede dar buenos resultados con ciertos grupos de votantes, pero no promueve el bien común. De hecho, la falta de acción sobre una reforma más amplia a nivel federal, ha dado lugar a una abdicación de facto en la cuestión, dejándola en manos de los gobiernos estatales y locales, que están mal preparados para abordarla de manera efectiva y humanitaria. Ahora, la política de inmigración se está llevando a cabo de diferentes maneras por cientos de gobiernos locales, no sólo por uno. Esto puede parecer un cambio, pero no es el tipo de cambio en que debemos creer, y no es ciertamente para mejorar.

¿Cuál es el resultado de aplicar este enfoque exclusivamente policial a la inmigración, en términos humanos? Además de destrozar a familias inmigrantes — muchas de ellas con hijos que son ciudadanos de Estados Unidos–, ha transformado negativamente la relación entre las comunidades de inmigrantes y el resto de la nación, tal vez de forma permanente.

Las familias inmigrantes viven en el miedo, y las relaciones de trabajo y de confianza que una vez existieron de manera efectiva entre la policía y los vecindarios de inmigrantes, se han erosionado seriamente. Estas políticas no sólo han afectado a los inmigrantes indocumentados, sino también a los inmigrantes legales y a ciudadanos estadounidenses: no es ésta una buena manera de fomentar la integración local y nacional de los inmigrantes.

En caso de que la reforma migratoria se deje de lado indefinidamente, y de que la aplicación estatal y local de las leyes de inmigración continúe sin control, el tejido social del país comenzará a desgarrarse, en detrimento de todos los estadounidenses.

El gobierno de Obama actuaría de manera prudente si tratara de evitar un legado semejante, reconsiderando sus estrategias para la aplicación de las leyes de inmigración, y reorientando sus esfuerzos políticos hacia la generación de un clima favorable a la reforma en el Congreso. Los senadores de la Florida, Marco Rubio y Bill Nelson, así como la delegación de la Cámara de Representantes de la Florida, deben trabajar con el presidente para forjar un consenso bipartidista.

Parte de la responsabilidad de nuestros funcionarios electos es educar a sus electores, y dirigir –incluso si eso significa correr el riesgo de perder algún tipo de apoyo político potencial, al menos a corto plazo. A eso se le llama ser estadistas, y así se ha ayudado a nuestro país para que haga frente a cuestiones difíciles en momentos importantes de nuestra historia. Así se ha contribuido a hacer de nosotros una gran nación.

En cuanto a la inmigración, el camino actual es gravemente deficiente. Sobre esta cuestión, y muchas otras, esperemos que nuestros líderes nacionales despierten y recuerden por qué fueron elegidos.

Mons. Wenski es miembro de la Comisión de Migraciones de la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos.  

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